Sociedades y Economías inclusivas

(Artículo publicado el 24 de Marzo)

El 70% de los ciudadanos vascos encuestados para diferentes estudios demoscópicos, de una u otra fuente, orientación o ideología que los dirigen y programan, manifiesta sentirse suficientemente o muy satisfecho con su estado y calidad de vida, muestra su confianza en el futuro y engrosa los indicadores que permiten calificar a nuestro país en el ranking superior de las ciudades región y naciones occidentales (espacio privilegiado en el contexto mundial) en términos de bienestar y prosperidad. En torno al 94% de la población económicamente activa tiene trabajo, la media salarial es la más elevada del Estado, así como su ahorro y renta disponible, destaca el índice de formalidad de su empleo. El índice GINI (el indicador más aceptado mundialmente para identificar la desigualdad y la pobreza) nos sitúa en primerísimos puestos de igualdad, constatación  del acierto, bondad y eficiencia persistente de las políticas sociales que nos han permitido generar y mantener una extraordinaria y persistente acción preventiva, protectora y garante de la salud, el bienestar, la Seguridad Social del país y de sus ciudadanos, atendiendo de manera especial a las poblaciones más desfavorecidas o vulnerables, con políticas y prácticas de equidad, solidaridad y equilibrio fiscal presupuestario. Red de bienestar, esencial, sobre la que se ha podido construir una extraordinaria política industrial y generadora de empleo, de calidad, formalidad, seguridad, confianza en el largo plazo y capacidad de innovación y conectividad a lo largo del mundo, lo que permite su sostenibilidad y desarrollo. Apuesta por una estrategia de modernización e internacionalización de una economía en innovación constante, soporte esencial de este resultado en términos de desarrollo humano sostenible. Situación determinante para afrontar nuevos desafíos, desde su destacado capital humano e institucional, facilitando un sistema educativo para todos y una destaca Formación Profesional, potenciadora de una distinguida red de ciencia y tecnología. Políticas capaces de generar riqueza y ahorro, una creativa infraestructura y actividad cultural más que homologable a lo largo del mundo, así como una amplísima infraestructura y oferta creativa-cultural homologable con los principales nodos de referencia internacional. (Situación similar a la de otros jugadores de primer nivel, algunos claramente mejores que nosotros y a los que debemos señalar como referentes para el camino por recorrer).

Euskadi, es, de esta forma, “miembro” de ese grupo de países en los que la confianza en su futuro es muy coincidente y sus apuestas estratégicas contienen espacios similares y compartibles. No obstante, desgraciadamente, también destacamos en una serie de “farolillos rojos”, que lastran el potencial de respuesta a los nuevos desafíos que hemos de afrontar. Así otros indicadores preocupantes nos sitúan liderando el absentismo laboral, el descenso de nuestra productividad económica, el número de huelgas o paros y movimientos asimilables, el número de días de paralización y bloqueo de acceso a las ciudades y centros de trabajo o servicio, manifestaciones violentas y ocupación ilegal del espacio público. Si adicionalmente nos vemos inmersos en la escasamente edificante imagen que transmite una degradada política estatal, con un gobierno que parece dirigir el país a través de twitter (o X), un Congreso sumido en el insulto y una confrontación absoluta, tema a tema, al margen de su potencial efecto real, y el cada vez mayor desencuentro y desafección por la verdadera y necesaria política y gobernanza de largo plazo que afronte el futuro con rigor y firmeza, no debe extrañarnos el alejamiento de la objetividad de indicadores, elevando a categoría los  fallos, ausencias o ineficiencias, cuestionando el no logro de expectativas o demandas sociales. Quienes no disfrutan de empleo digno, de los derechos plenos que les corresponden, de los bienes del Estado de bienestar, de las diferentes atenciones que como ciudadano merecen, caen en la desafección y viven las desigualdades no inclusivas deseadas.

Así las cosas, vivimos cada día, con mayor intensidad, el camino hacia sociedades duales lejos del objetivo de lograr sociedades inclusivas (más allá de los porcentajes de unas y otras y, por supuesto, de sus geografías y posicionamientos de partida, tanto en sus economías y niveles de desarrollo, como de sistemas sociales plenos que les garanticen una vida en condiciones). Si persistimos en que una parte de la población acceda a empleos asegurados de por vida, aunque la sociedad y sus necesidades cambien y requieran una inaplazable redefinición de sus estructuras, gobernanza, sistemas de acceso y provisión de perfiles innovadores con condiciones laborales y profesionales distintas, incorporando cualificaciones profesionales en continua transformación armonizable con las sucesivas transformaciones que los nuevos desafíos exigen, en un marco de incertidumbre y complejidad inevitables, mientras otra gran parte, mayoritaria, ha de vivir a la búsqueda permanente de empleo y seguridad, día a día, iremos generando una brecha de insatisfacción. Por no añadir las enormes diferencias geoeconómicas a lo largo del mundo, además de la inminente revolución por venir en el futuro del trabajo, tanto en su concepto esencial, confiriendo acceso al espacio de oportunidad que las sociedades y economías ofrecen (o deben ofrecer), como en su propio contenido, sus nuevas fuentes y condiciones de empleabilidad y los nuevos roles condicionados por el impacto de las tecnologías en curso, su regulación y los ritmos de incorporación a la sociedad. No es de extrañar, así, que la primera preocupación de la población (pese al altísimo nivel de empleabilidad en nuestro país), sea precisamente el empleo hoy, y, sobre todo, mañana.

El “futuro del trabajo” es una de las mayores preocupaciones de la prospectiva mundial. Todo un proceso que habrá de provocar nuevos conceptos y estrategias transformadoras. Luces rojas y/o fuentes de oportunidad que, además, ponen en juego la recuperación e interpretación de la productividad de la economía, que deba servir a los objetivos buscados. En un momento, en el que el concepto aparecería denostado por asociarse a un enfoque negativo, discriminador y visto por algunos como un “castigo divino” o demonio del “capitalismo”, y no como motor determinante de la generación de riqueza, ahorro, inversión, empleo y bienestar social, fuente de crecimiento (también inclusivo y sostenible), retando a combatir y mitigar la brecha separadora. La heterogeneidad laboral, además, afecta de manera muy diferente a grupos etarios, industrias, empresas, profesionales con o sin cualificación y/o acreditación de sus capacidades, conocimientos y desempeños, por no mencionar geografías, sexo… determinando diferentes grados de inserción laboral y brechas claras para la consecución de cualquier sociedad inclusiva.

A su vez, si bien parece compartible el entendimiento de una imprescindible apuesta por la economía inclusiva, su alcance, grado, lugar, nivel y tiempo de logro, no resulta evidente. Ni es fácil de definir con exactitud, ni mucho menos su logro. En estos días, vuelve un permanente debate en los círculos de pensamiento económico, foros de economía social y gobiernos, preguntándose por el verdadero significado de una economía inclusiva, más allá de la clásica definición de Naciones Unidas, cifrándola en una cantidad referente, monetizable, en términos de ingresos por encima de un teórico umbral de pobreza, proponiendo términos que garanticen la capacidad de superar un mínimo de subsistencia relativa con desigual distribución geográfica y estratificación poblacional, avanzando hacia una ansiada capacidad de acceso a las oportunidades, de construir una forma de vida  autónoma, generar el ahorro y capacidades que posibilitan no volver a caer en el umbral anterior. Avanzar en este recorrido supondría contemplar nuevos elementos clave equivalentes en gran medida a los llamados determinantes socioeconómicos de la salud (agua potable, transporte y movilidad, accesibilidad a los centros esenciales de oportunidad, vivienda, alimentación y nutrición suficiente y saludable, psico higiene y salud mental, empoderamiento en la comunidad en que se desenvuelva la gente). Sin duda, nadie cuestiona los determinantes socioeconómicos que inciden en toda política y objetivo integral exigible por toda sociedad con aspiraciones de bienestar y prosperidad. ¿Es alcanzable?

Este movimiento natural, con diferentes reclamos, nombres, alcances, a lo largo de los tiempos, con avances claros en las últimas décadas, pero distante en sus objetivos finales, en su cobertura universal, y en las capacidades reales de toda sociedad y gobierno conocido, exige, por encima de todo, estrategias completas comprehensivas de largo plazo, integradas o integrales, capaces de movilizar a toda la sociedad sin exclusiones. Se requieren compromisos reales, concertar actores, planes, recursos, tiempos, partenariados público-privados, público-público, locales y globales, con interacción en todos los niveles de gobierno y administración, con apuestas estratégicas realistas, orientadas a movilizar y coordinar las imprescindibles transiciones que hemos de recorrer desde muy diferentes y distantes puntos de salida. Objetivos incluyentes, convergentes, posibilistas. Son tiempos de grandes sueños, por supuesto, pero seguidos de esfuerzo y compromiso colaborativo para hacerlos posible. Liderazgos comprometidos, asumiendo riesgos, motivando y movilizando equipos compartiendo sueños, haciéndolos posible. No es cuestión de opciones o posiciones ideológicas enfrentadas, sino de realismo objetivo que obliga al cruce de disciplinas, conocimientos, capacidades, perfiles absolutamente diferenciados que posibiliten su convergencia alineada con multi objetivos complejos y cambiantes en el tiempo, tanto por acciones propias como por factores exógenos, que ni decidimos, ni las más de las veces corresponden a nuestros ámbitos de decisión directa.

Hoy queremos (o manifestamos quererlo) exigir de los demás y de nosotros mismos, construir nuestros proyectos de vida, futuro profesional, nuestros deseos personales, los grupales o colectivos de los que nos sentimos parte activa, a la vez que “salvar el planeta” para el disfrute de nuevas generaciones. Por supuesto, “todo a la vez”.  Pero… prioridades, compromisos y esfuerzo sostenidos y sostenibles en el largo plazo resultan imprescindibles y demandan sensibilidad también, intergeneracional. Recientemente, el CIFS (Centro de Investigación de futuros y estrategia danés), introducía un informe sobre el barómetro de escenarios y deseos de futuro en Dinamarca recordando una serie de elementos intrínsecos a toda estrategia y prospectiva: “Navegar la complejidad y la incertidumbre, combatir la ansiedad sobre el futuro, generar una mentalidad positiva para el cambio, es la mejor manera de ayudar a la gente y a los organismos para imaginar trabajar con y para cambiar su futuro”, y nos recuerda que “el futuro no le pertenece a nadie y, a la vez, a todos”. El futuro será de quien se comprometa y esfuerce en hacerlo suyo.

En definitiva, el gran desafío pasa por apropiarnos de nuestro futuro. Ganarlo.

Si queremos una sociedad inclusiva, hemos de desarrollar una economía inclusiva a su servicio, y eso requiere una auténtica agenda y estrategia para la inclusividad más allá de buenas intenciones y mejores palabras. El tiempo apremia. Nuestro futuro no vendrá algún día. Ya está en marcha, está entre nosotros y solamente depende de nosotros mismos.

Competitividad más allá de la competencia

(Artículo publicado el 10 de Marzo)

Ya en muchas ocasiones he insistido en el uso erróneo de los conceptos y el lenguaje, que tantas confusiones, equivocadas interpretaciones y peores estrategias y políticas, suelen asociarse al concepto de la tan extendida competitividad. La necesidad de añadirle un adjetivo (en solidaridad, económica y social, con rostro humano, por ejemplo) demuestra su mala comprensión y entendimiento del concepto, de su esencia y de la importancia que conlleva.

Ya el propio Instituto de Estrategia y Competitividad de la Universidad de Harvard, en su página web, inicia su apartado sobre “competitividad y desarrollo económico”, preguntándose qué es lo que explica que determinadas regiones o naciones sean más prósperas que otras y qué es lo que facilita que algunas empresas innoven y crezcan, para concluir que la competitividad es la única manera de alcanzar el crecimiento sostenible del empleo de calidad, de la mejora de los salarios y de elevar los estándares de vida de su población, si bien el concepto no está suficientemente entendido. El marco que lo define exige entender el entorno de la actividad económica, los modelos de negocio en el que operan las empresas e industrias, los clústers que lo posibilitan o potencian, los diferentes estadios de desarrollo en el que se encuentra el territorio-espacio-ecosistema requerido, el papel y políticas que desempeñan sus gobiernos, la calidad focalizada y debidamente articuladora de los diferentes jugadores desde entidades facilitadoras, el capital humano e institucional asociado y la estrategia económica país.  Sin embargo, la simplificadora confusión entre competitividad y competencia, refuerzan su mal uso que, desgraciadamente, termina extendiéndose a las positivas e imprescindibles estrategias y políticas al servicio del bienestar de las sociedades a lo largo del mundo.

La competitividad supone un verdadero esfuerzo y compromiso colectivo en el que “prácticamente todo lo que hacemos importa” y define el resultado final. Se trata de coopetir (competir y colaborar a la vez), de generar partenariados o alianzas cuya suma diferenciada da lugar a beneficios para todos y una adicional creación de valor al servicio de todos los intervinientes que, además, superan con creces a las partes directamente implicadas, abarcando a todos los jugadores intervinientes e interesados (stakeholders), en procesos de cocreación de valor, o de valor compartido, con un bien superior, imposible de conseguirse por separado.

Clarificar este concepto resulta de especial relevancia en estos momentos en los que, más que nunca, la complejidad de los grandes desafíos a los que se enfrenta la humanidad exige todo tipo de alianzas entre diferentes, que, de manera inevitable, necesita encontrar espacios de convergencia a la búsqueda de múltiples objetivos. Convergencia de intereses y objetivos que, por encima de todo, han de asumir que cada uno de los implicados debe mantener y procurar sus propuestas y proposiciones únicas de valor, claramente diferenciadas del resto. Sin una propuesta única y diferencial, no existe una estrategia real, generadora de bienestar, de riqueza y de empleo. No se trata de abordar partenariados desde la renuncia de nuestros proyectos individuales, ni mucho menos de logros totalitarios monopolísticos o de singular discriminación excluyente de una sana y necesaria competencia (esta vez sí), incentivación y motivación de logro, motor de esfuerzo, dedicación, compromiso y aspiración individual y colectiva.

Hoy en día, hemos de retomar el esfuerzo por clarificar el entendimiento del concepto competitividad si queremos, en verdad, poner al servicio de la sociedad, de sus empresas, gobiernos, instituciones y de la propia academia, el bienestar y el bien común.  Entendido el concepto y su verdadero valor, podremos adentrarnos en muchos de los elementos clave que la acompañan, descendiendo a muchos de sus factores que, de igual forma, terminan generando confusión y restando valor a su propia esencia. Hace unos días, por ejemplo, asistía con gran interés a la presentación de un extraordinario proyecto “innovador” del compromiso conjunto de una prestigiosa Facultad de Ingeniería y de una nada menos reconocida empresa líder de ingeniería e infraestructura, que patrocinaba “una iniciativa alejada de una donación filantrópica, con sentido impulsor de la necesaria innovación demandada por el país”. Anunciaban la dotación de una elevada inversión en un “clúster de innovación” de modo que la convivencia de diferentes laboratorios contiguos de hasta diez tecnologías disruptivas, permitiría a la Universidad y al país, contar con una herramienta única para afrontar los desafíos futuros. El proyecto presentado no había sido fruto de la improvisación, ni se habían escatimado recursos por parte de la empresa patrocinadora. Habían invertido grandes sumas para estudiar soluciones en varias Universidades y Centros de Investigación en el mundo (destacaban cuatro en cuatro países y geografías distintas), contratado potentes servicios de arquitectura y diseño, e invertido en equipamientos (sobre todo informáticos y de tecnologías de la información), hasta dar con el diseño óptimo y original para “generar un auténtico clúster de innovación”. Una vez más, el concepto clúster (binomio economía-territorio facilitador de la coopetencia, del conocimiento compartido tras objetivos específicos de competitividad conjunta entre todos los participantes y la totalidad del entramado económico, social e institucional, y su permeabilidad aguas abajo) se veía mal interpretado dando por hecho relevante el “espacio físico contiguo o más o menos compartido”, alojando proyectos disociados, escasamente relacionados y orientados hacia apuestas comunes. Sin duda, las instalaciones mejorarán los distintos espacios y prestaciones de cada uno de los laboratorios preexistentes, quizás puedan llegar a facilitar alguna conversación compartida e incluso algún proyecto más o menos colaborativo o un potencial trasvase de personas entre una empresa o laboratorio y otra vecina, pero no supondrá un clúster, ni podrá generar la fuerza de lo que este supone y su virtualidad creativa al servicio de un más que insospechado valor añadido, ni para el conjunto de los actores implicados, y desde luego, quedará muy lejos de articular un elemento esencial determinante de la competitividad buscada, integrador de todos los agentes implicados en el resultado final  perseguible.

Este ejemplo no es ni único, ni raro. Son demasiadas las iniciativas que nos rodean a lo largo del mundo con la etiqueta y paraguas clúster, como si todos debamos poner un “clúster” en nuestra vida, improvisando, bajo su denominación o traducción todo tipo de iniciativas, instrumentos o concentración de actividades y personas. Desgraciadamente, sea por desconocimiento, prisas, copias simples o incluso por reticencias personales a utilizar términos acuñados por otros, proliferan denominaciones que generan confusión con escasa aportación de valor diferencial. Esto que podría parecer una simple anécdota, tiene una vital importancia en los tiempos que corren. No ya por que se le quiera llamar de una manera u otra, sino por el peligro de quedarnos en la superficie sin profundizar en su esencia. Hoy, la literatura económica, académica, científica y política, vive con inusitada energía (afortunadamente) un nuevo viaje hacia la fuerza de la política industrial como elemento clave en el desarrollo socioeconómico de los países, regiones y naciones y las estrategias de competitividad ponen un especial acento en la recuperación del tan olvidado y descalificado factor local. El nearbording, la resiliencia territorial, la recomposición de las cadenas globales (cada vez menos globales, más regionales, locales o glokales) reclaman el peso y consideración del territorio y áreas base y promueven recomponer o desarrollar verdaderos tejidos económicos-sociales-institucionales completos, facilitando la interacción coopetitiva de sus principales actores, coopitiendo en estrategias diferenciadas, encontrando su nicho y nuevos roles en el amplio especto mundial en el que nuevas reglas de la geopolítica, nuevo pensamiento económico a la búsqueda de mejores comprensiones y respuestas a los desafíos mundiales, permitan fortalecer soluciones, cocreando valor. Así, generamos HUBS, corredores, ecosistemas…, llenos de sentido (necesidad irrenunciable, fortaleza absolutamente imprescindible), optimización de recursos, mejor asignación de ayudas públicas facilitando la identificación de empresa y actores tractores que posibiliten el acceso a los objetivos compartibles del  entramado pyme y micro pyme, y  que sin ellos tendría enormes dificultades de acceso a las oportunidades brindadas, pero dejamos al azar o para mejores tiempos, el difícil trabajo previo que los haría exitosos: las reglas de las alianzas y de los objetivos compartibles, el verdadero sentido y propuesta única de valor, su gobernanza, las reglas claras de su financiación y la distribución coste-beneficio que habrá de generar, su tiempo esperable de relación, los límites a su compromiso y, por supuesto, su continuidad en caso de fallos no esperables en su financiación pública o punto de ruptura para hipotéticos desencuentro no esperables. La búsqueda asociacionista de la integralidad imprescindible para superar el desafío de turno.

En definitiva, no es cuestión ni de palabras, ni de purismos. Es cuestión de construir verdaderas estrategias para la competitividad de un territorio, de sus empresas, mejorando sus niveles de bienestar, riqueza y empleo.

Solamente entendiendo conceptos y profundizando en ellos, podremos adentrarnos en la mejora y actualización permanente de modelos, marcos, contenidos al servicio de los verdaderos objetivos esenciales que este mundo cambiante nos demanda. Pocas veces en nuestra reciente historia hemos contado con un consenso tan amplio por la apuesta, reclamo y validación de las políticas industriales, “con mayúsculas”, cuyos resultados han demostrado la mejora diferencial de quienes han apostado, de verdad, por ellas, aprendiendo y construyendo, día a día, con la participación inclusiva de todos los que hacen posible su éxito. Más allá del instrumento, la formalidad en el empleo, la minoración de la desigualdad (personas, regiones, comarcas, naciones), la colaboración y competencia simultáneas y la interacción de todas las diferentes políticas públicas bajo el paraguas de estrategias industriales, innovadores y socialmente responsables, han florecido y fructificado.  Una buena base para el futuro.

Las decenas de miles de actores que han dedicado su esfuerzo a la construcción de verdaderas estrategias de competitividad, rigurosas y arriesgadas políticas industriales, a clusterizar la economía a lo largo del mundo, saben del largo plazo de intenso trabajo requerido para su logro, y las naciones y regiones que las han acogido de manera activa y no como un mero contenedor, contemplan su fortaleza e impacto diferenciado, traducido en mayores niveles de bienestar, productividad y desarrollo humano sostenible que sus apuestas han facilitado. Saben lo que es la competitividad, han cultivado el trabajo colaborativo y han experimentado el valor de cocrear riqueza junto con innumerables actores, trascendiendo de sus políticas e intereses particulares, legítimos, mucho más allá de competir, obteniendo beneficios colectivos, también.