Innovación territorial y ciudades-región

(Artículo publicado el 18 de julio)

En julio del año 2000 se inauguró el puente-túnel de Oresund, uniendo la región de Malmö en Suecia con el Norte de Dinamarca. Espectacular obra de ingeniería que posibilita la conexión terrestre de Escandinavia con la Europa Continental, separados históricamente en medio de todo tipo de avatares, incluso bélicos, que conformaron su propio carácter y vocación diferenciales.

Resolver los condicionantes de una infraestructura de 16 kilómetros supuso todo tipo de impedimentos que cuestionaban su viabilidad (técnica y económica), así como cuestiones clave en materia de geopolítica, espacios administrativos diferenciados, cosoberanía, prioridades y temores de “competencia” entre dos regiones con diferentes niveles socioeconómicos, modelos de desarrollo y sistemas de gobernanza. Siglos de separación dieron paso a un nuevo espacio, “la región de Oresund” que no solo ha posibilitado un modo de conexión, sino un espacio de convivencia compartida y desarrollo económico social y cultural, que da fuerza diferencial al llamado “espacio Báltico”, integrador de estados miembro de la Unión Europea (Repúblicas Bálticas, Suecia, Dinamarca y Finlandia con sus respectivas regiones implicadas), enclaves rusos, provincias y landers de países vecinos, y su conexión discontinua hacia el mar del Norte. Hoy, Oresund ha generado cientos de alianzas empresariales, multitud de organismos y entidades para la colaboración que facilitan todo tipo de actividades compartibles, clústers en red (Biotecnología, de manera relevante), un distrito Universitario común y toda una amplia alineación de servicios, logística, transporte, turismo y un mercado laboral integrado. Así, más allá de la infraestructura y nuevos modelos de gobernanza confieren un coprotagonismo a todos sus miembros con una estrategia “territorial” colaborativa, a la vez que cada una de las partes mantiene y promueve su propia estrategia con aspiración propia, a la búsqueda de visiones y proposiciones únicas de valor, superadoras de “pensamientos únicos dependientes de terceros”, construyendo, también, riqueza y prosperidad para todos. Suecia, Dinamarca, tan parecidos y distintos, a la vez, desde su libre decisión, conforman espacios y proyectos compartibles.

Coincidiendo con este aniversario, la invitación a participar en una iniciativa para el desarrollo estratégico, desde la clusterización de diferentes actividades energético-industriales en el corredor transfronterizo (México-Estados Unidos) y una próxima intervención en la Escuela de Verano en una Universidad centro europea sobre estrategias regionales y competitividad de las ciudades, me ha permitido revisitar la reconfiguración que vienen experimentando diferentes espacios regionales para su desarrollo socio-económico. El momento coincide con la celebración del próximo Foro Trilateral 2021 “Stronger Together” (“Más fuertes juntos”) organizado por NASCO (North American Strategy for Competitiveness), institución que agrupa diferentes agentes implicados en la promoción de la competitividad para Estados Unidos, México y Canadá. Organismo que nació en el marco del ya superado NAFTA (tratado de libre comercio) entre estos tres estados norteamericanos y que, el pasado año, dio paso a un nuevo acuerdo comercial “ampliado”, que da sus primeros pasos en la confianza de una mayor cooperación.

La búsqueda de la competitividad y espacios compartidos entre estos tres países no es algo nuevo, si bien los diferentes instrumentos puestos a su servicio han respondido más a alianzas, de distinta intensidad, formalidad y competencias, transfronterizas entre México y Estados Unidos, con una elevada concentración en materia de transporte, logística y servicios básicos de comunicación intra-estados. La complejidad y consideración de “frontera caliente” ha limitado posibles acuerdos colaborativos que llevaran a considerar espacios “compartibles” los espacios naturales de interrelación.

Ya en los años noventa, varias iniciativas compartiendo espacios fronterizos a ambos lados de sus fronteras, promovieron alianzas especiales. La noroccidental Canadá-USA (Washington, Oregón, Idaho en USA, Columbia Británica, Alberta en Canadá) a través de Cascadia 2000 como instrumento colaborativo conjunto, con especial foco en el turismo y las diferentes actividades asociables a un clúster turismo-territorio de máximo impacto con especial interés en su protección del medio ambiente, dotaron al instrumento de un modelo de gobernanza que incluía niveles de alta dirección política (gobernadores de los Estados y Provincias, congresista federales y estatales), además de las mesas y foros empresariales y académicos a ambos lados de la línea. En cierta medida pioneros en este mapa de “nuevos jugadores” más allá de límites geográficos, físicos y de pertenencia a un país u otro con marcos políticos propios, diferenciados. Laredo-Nuevo Laredo, Tijuana-San Diego son “corredores” que, de una u otra forma han seguido dichos pasos avanzando en diferentes áreas colaborativas.

Hoy, la celebración del mencionado Foro Trilateral en la ciudad de San Luis Potosí, supone poner en valor la alianza colaborativa para el desarrollo social y económico que han constituido (Alianza Centro Bajío Occidental) los estados de San Luis Potosí, Guanajuato, Aguascalientes, Querétaro y Jalisco conformando un eje industrial de máxima concentración en el mundo de la automoción. Si dicha alianza incorpora, hacia el sur, el corredor natural con el anillo concéntrico que conforman los estados de México, Hidalgo y Puebla, y hacia el noreste, Coahuila y Nuevo León, conectaría, hacia Texas un eje norteamericano difícilmente superable, en dimensión, PIB y “espacios clusterizados complementarios” en los mundos del automóvil, aeroespacial, energía y, obviamente, las industrias, tecnología y servicios asociables, más allá de transporte, logística y la correspondiente formación vinculada, incluyendo de manera diferencial la rica abundancia de centros universitarios y educativos de primer nivel.

Un espacio “natural” de esta dimensión, generaría, debidamente alineado con la coherencia estratégica requerida, un gran espacio de generación de riqueza y competitividad. Ni qué decir que una visión convergente y compartida habría de movilizar recursos y, sobre todo, nuevas maneras de entender el territorio y las relaciones políticas y sociales entre los diferentes países, permitiendo superar coyunturas y abordar un futuro de largo plazo en el que los movimientos y flujos migratorios, el/los idiomas dominantes, las cualificaciones de las sociedades implicadas, su acceso a sistemas de salud, educación y servicios sociales, “distritos educativos y universitarios”, entre otras cosas, provocarían cambios culturales a ambos lados de una futurible “frontera líquida”, nuevos modos de gobernanza y, sin duda, mayores niveles de bienestar para sus ciudadanos y mejora en la productividad para sus empresas, agentes económicos y sociales.

Ir más allá de los servicios e ideas y compromisos básicos, parecería de máximo interés y permitiría abordar desafíos mayores de gran impacto en la prosperidad de las regiones base implicadas. Proyectos con validez y aplicación a lo largo del mundo, señalando el camino para futuras estrategias de transformación territorial que exceden un Estado y que reconfiguran espacios complementarios como elementos sinérgicos de optimización de sus objetivos y propósito.

No se trata de casos aislados, sino un movimiento de innovación del concepto y delimitación del territorio y sus apuestas de futuro, como elemento no “acogedor o contenedor pasivo”, sino impulsor activo del propósito de sus poblaciones, empresas y, por supuesto, marcos facilitadores de su propia competitividad.

Experiencias que vienen implantándose en un mundo cada vez más interrelacionado, con mayor protagonismo de las ciudades-región, con políticas y estrategias superadoras de marcos administrativos pese a la rigidez de los programas de apoyo e impulso que se generalizan a lo largo del mundo de la mano de entes y gobiernos subvencionadores. La realidad exige una clara innovación territorial que responde a las necesidades específicas y, sobre todo, a la apuesta aspiracional de su población. Más allá de infraestructuras especiales de interés mutuo, los elementos de alto valor añadido que conllevan aconsejan profundizar en este tipo de iniciativas por complejas que, en principio, parezcan.

Ahora, que parecería imprescindible apostar por nuevas visiones de futuro y optimizar nuestros recursos en esquemas de redefinición de estrategias, alianzas y gobernanza, desde la vocación diferenciada de cada realidad necesariamente distinta, parece una buena ocasión para preguntarnos, también, sobre el propio rol de nuestras ciudades-región en el contexto mundial.

Política industrial, competitividad y desarrollo inclusivo. Un camino de futuro

(Artículo publicado el 4 de Julio)

El Crash pandémico (en el que seguimos inmersos pese a la sensación y relajación que parece instalarse entre nosotros) ha provocado, también, una cadena de análisis, reflexiones y prospectivas en cuanto a su impacto en la economía, los diferentes modelos de crecimiento y desarrollo y las abundantes “estrategias de resiliencia, recuperación y transformación” que, a lo largo del mundo, vienen proponiendo todo gobierno, empresas e instituciones facilitadoras o intermedias, además de los principales organismos internacionales y centros académicos relacionados.

En el centro focal de este movimiento generalizado se sitúa la política industrial. De una u otra forma, no existe país, nación, región, gobierno alguno que no la haya practicado a lo largo de su historia, por activa o por omisión, pasiva o voluntaria. Cosa muy distinta  es el grado en que se ha formulado y explicitado, su importancia y protagonismo director o acompañante en las políticas públicas, ya de inversión o estrategias de gobierno-país que se hayan propuesto, la diferente tipología de sus procesos participativos de elaboración, su peso presupuestario, las modalidades y alcance de la intervención pública, su interrelación y coherencia con el resto de políticas y gobernanza, su aplicabilidad adecuada al tejido económico-industrial pre existente y su cultura diferenciada, endógena, su ambición, la implicación en ella de los agentes económicos, sociales e institucionales afectados, el grado de apropiación de la sociedad y la interacción público-privada implicada y, por supuesto no menos relevante, el grado de preparación de las Administraciones públicas, gobernantes, clases político-sindicales, funcionariado y agencias o estructura promotora e impulsora de la que se haya dotado para llevarla a cabo. Esta compleja realidad, define el éxito o fracaso de la misma, su capacidad tractora y/o transformadora de la economía local, su consecuente preparación para afrontar nuevos desafíos, cambiantes a lo largo del tiempo y su influencia en la generación de riqueza, prosperidad y bienestar para la sociedad.

Los efectos externos imprevistos como sucesivas crisis económicas, financieras o como la pandemia comentada, ponen de manifiesto vulnerabilidades y déficits que llevan, una y otra vez, a revisitar el concepto y, las más de las veces a clamar por nuevos modelos y políticas industriales de largo recorrido. En esta ocasión, si bien ya con carácter previo a la desagradable sorpresa pandémica, asistíamos al cuestionamiento de la otrora adoración simplista de la globalización, la experiencia vivida ha terminado obligando a la búsqueda de un nuevo pensamiento a futuro. Las bondades que sugería bajo una errónea concepción de la competitividad basando su logro en la minoración de costes, fruto de deslocalizaciones y externalizaciones en paises y regiones en desarrollo o no desarrolladas, suponiendo que el reparto, por magia del mercado, fortalecería, por igual, las condiciones de vida y sería la fuerza rentable y permanente de una economía para todos, se ha agotado. Hoy, la constatación de un desarrollo dispar reconduce su consideración hacia nuevos modelos de crecimiento y desarrollo, ahondados por la difícil capacidad de respuesta ante las demandas exigibles, país a país, y ha puesto en valor un rearme de la base industrial, y, con ella, la redefinición de los otrora factores de éxito, más allá del creciente intercambio de bienes y servicios, flujos mundiales y la imprescindible apertura compartida. Una vuelta a los hoy llamados “ecosistemas completos”, cadenas de suministro regionalizadas, opciones múltiples mitigadoras de riesgos, fortalecimiento de claves diferenciadas especializadas, retorno al acercamiento entre economía real y financiera, así como a la relevancia del papel a jugar por los gobiernos, en especial en el ámbito microeconómico, en asociación con empresas líderes en su entorno.

Si la buena noticia de estos días es observar que la inmensa mayoría de agentes implicados parecen emprender un viaje hacia la recuperación y fortalecimiento de políticas industriales, tractoras de las diferentes transformaciones que se apuntan irrenunciables para afrontar el futuro, focalizando objetivos conducentes a la prosperidad inclusiva, no es menos cierta la preocupación por una explosión pendular que parecería etiquetar soluciones similares para todos, apoyadas en marcos financiadores o subvencionadores para falsas estrategias industriales basadas en la creencia de que esto es cuestión de manual, de voluntad y respuestas inmediatas y coyunturales al alcance de todos. Los discursos en torno a la asignación de los Fondos Europeos-Next Generation son un buen ejemplo de este temor a confundir un reparto presupuestario ajeno a las verdaderas palancas de transformación necesarias y deseables, generadoras de riqueza, empleo y bienestar. Si en verdad se entienden la trascendencia y complejidad de lo que se pretende, tendríamos que saludar dichos mensajes con un “¡Bienvenidos a la competitividad, al desarrollo humano sostenible y la inclusividad!

Del otro lado del Atlántico, hace unos días, el director del Consejo Económico Nacional de los Estados Unidos, Brian Deese, destacaba que “el gran vaciado de últimas décadas de la base industrial en los Estados Unidos, había deteriorado los niveles de vida de los norteamericanos (y de sus empresas) y, en consecuencia, su capacidad de influencia y liderazgo, agravándose por su desacoplamiento con su competidor, China, cuyo potencial se convertiría en un serio peligro para el modelo de vida occidental”. Defendía que es precisamente sobre esta base la que debe entenderse la apuesta estratégica del presidente Biden en su “Build Back Better” (Reconstruir mejor), cuya agenda ha de fortalecer la “nueva base industrial para las necesidades del siglo XXI”. Hacerlo, recordaba, “exige focalizar nuestro esfuerzo en los pilares básicos de la nueva política industrial a promover: resiliencia en todas las cadenas de suministros esenciales para nuestra economía y sociedad a lo largo del país, inversión pública dirigida priorizando sectores, apoyando a sus principales empresas tractoras, rediseñando marcos colaborativos con las empresas en un nuevo espacio público-privado, dotándonos de nuevos marcos de compra pública y contratación garantes de competitividad estable y largo placista para favorecer el desarrollo empresarial, fortaleciendo plataformas tecnológicas, desplegando infraestructuras facilitadora de un desarrollo y equilibrio regional y generando nuevos instrumentos y agencias de intermediación o colaboración interindustrial, industria-universidad  e interterritoriales. No podemos olvidar, decía, que volcarnos en América no significa excluir a nuestros socios mundiales, por lo que hemos de generar alianzas múltiples, compartiendo planes de desarrollo conjunto y compartido. Y, finalmente, hemos de abordar una auténtica revolución educativa alineada con la empleabilidad asociable al futuro del trabajo”.

Deese no rehuyó las implicaciones que esta apuesta por la política industrial conlleva. Su larga trayectoria y prestigio anticrisis lo avala. Sabe, y así lo explicaba ante un auditorio crítico, que la política industrial supone intervenir, por supuesto, en el libre mercado que algunos idealizan en un mundo empresarial y económico cada vez más regulado, internacionalizado y sistémico. Sabe que obliga a los gobiernos a priorizar (lo que exige asumir riesgos en su elección y focalización), que resulta imprescindible generar la confianza tractora de partenariados público-privados, que ha de transformar marcos normativos al servicio de esa competitividad bien aprendida, que ha de trabajar en la generación de espacios colaborativos desde las empresas tractoras hacia sus empresas relacionadas (sobre todo Pymes y Micro pymes), que ha de dotarse  de nuevas instituciones y agentes transformadores, que la economía ha de ir de la mano de la acción exterior y de la cooperación al desarrollo, que debe provocar un sistema ciencia-tecnología alineado con las demanda de dicha industria-tecnología esperable, que ha de propiciar inversiones endógenas… y que políticas económicas y sociales no pueden ir ni a velocidades, ni momentos distintos. Sabe que necesita modificar sus estructuras de gobierno para dirigir ese desafío. Esto es, por supuesto, el trasfondo de una política industrial real. Ni se improvisa, ni emerge de forma espontánea.

Aquí, en Euskadi, lo hemos aprendido con el paso del tiempo.

Hace unos días, el Instituto Vasco de Competitividad (ORKESTRA) publicaba un interesante Informe (Estrategia Regional de largo plazo para la competitividad inclusiva: El Caso del País Vasco, 2008-2020). Ya son muchos los informes y documentos elaborados por ellos con colaboraciones internacionales expertas y avalados por destacadas Instituciones externas, analizando las políticas industriales y de competitividad que se vienen aplicando en Euskadi desde el año 1980, al salir de la dictadura y autarquías aislacionista en la que se encontraba el País, en plena crisis de crisis (mundial energética, mundial reconversión de industrias clave, local en lo social con desempleo galopante, terrorismo destructor, política entre la reforma y la ruptura…). La apuesta por la centralidad de la política industrial ha dalo sus frutos y hoy, es una de las naciones-regiones, en el mundo, que puede reclamar su consideración de ejemplo en los resultados exitosos de una estrategia que, entonces, contradecía y rompía moldes en los mundos académicos e institucionales en el mundo occidental y que hoy es un referente a considerar. Resulta muy ilustrativo repasar los elementos clave que destaca el Informe. Partiendo de la base que las respuestas a las sucesivas crisis de los 80, 90 y primera década del 2000, aportaron al País Vasco y su estrategia de éxito, calificando de relevante el propósito rector de todo el proceso (Competitividad inclusiva basada en la innovación y participación multi agentes), entiende que se han  incorporado tres grandes bloques integrados: especialización basada en el tejido industrial preexistente transformado por una especial apuesta innovadora y tecnológica, en tres áreas prioritarias (manufactura avanzada, energía y biociencias para la salud), complementada con la transversalidad de nicho; un segundo bloque de activos (infraestructuras, formación acorde a las necesidades de nuestra industria, reforzar e integrar el sistema vasco ciencia tecnología e innovación) y, maduración de agentes y políticas públicas, y, en tercer lugar, los actores del proceso (clusters e instrumentos facilitadores público-privados), implicación de las grandes empresas tractoras y sus amplias redes de proveedores, realineación de los objetivos de estos actores con los del sistema ciencia-tecnología. Y, finalmente, el quien y el cómo de todo este proceso (liderazgo, gobernanza, estrategia viva y participativa).

Todo un proceso estratégico que hace que, diariamente, miles de personas participan en proyectos colaborativos, iniciativas compartibles, más allá de su trabajo y responsabilidades específicas en sus empresas, universidades, centros tecnológicos, asociaciones clúster, gobiernos en los diferentes niveles institucionales. De esta forma, fruto de exigencia, compromiso y esfuerzo orientados, Euskadi puede ofrecer al mundo una política exitosa. Pero, sobre todo, puede proponer a su propia sociedad vasca, un camino de futuro.

Hoy, como ayer, la política industrial bien entendida, supone una base clave para construir un espacio de prosperidad y desarrollo inclusivo.