(Artículo publicado en el Nº68 de la revista HERMES-SABINO ARANA FUNDAZIOA)
No cabe duda de que uno de los síntomas-resultados-causas que caracterizan y representan a las sociedades actuales, a lo largo del mundo, es la DESIGUALDAD. Sean razones inherentes a la geografía económica condicionante de nuestros proyectos vitales, fruto del azar o decisión personal (querida u obligada) de localización, bien por las decisiones de carácter geo político que nos afectan de manera global o local, o como resultado de catástrofes o calamidades (las más de las veces recurrentes, estructurales y sobrevenidas) o por todo tipo de crisis (económicas, sociales, políticas), tanto coyunturales, como permanentes, o, finalmente (casi siempre en origen o por su mala y declinante gestión y/o aprovechamiento), por el ENDOWMENT (posición base heredada), los países, regiones, ciudades, sociedades y personas que vivimos en una situación de desigualdad, real, aparente, extrema o parcial, absoluta o relativa. A estas condiciones causales, de partida, se añaden situaciones agravadas por una dualidad socio económica que se traduce en la posibilidad o capacidad de acceso a la salud, al empleo, a la formación-educación, a la riqueza generable en nuestro entorno, a nuestras interconexiones sociales y, aunque parecieran no tan evidentes, a nuestros patrones y pautas culturales.
Una desigualdad base que a lo largo del tiempo y según nuestras actividades, comportamiento, suerte y/o interacción con terceros, puede mitigarse y/o agrandarse y que, por lo general, como consecuencia del escasamente controlable “ascensor social”, hunde en su parte baja y especialmente difícil a la inmensa mayoría de la gente, limitando a pocos la potencial capacidad de ascenso (por lo general en varias generaciones). Adicionalmente, esta última capacidad de movimiento parecería explicarse en términos de meritocracia (adquirida, obsequiada) que, a su vez, genera una grave sensación de fracaso o culpabilidad en quienes no logran aproximarse a la cúspide igualitaria soñada, considerándose responsables de desaprovechar la llamada “igualdad de oportunidades” que, idílicamente, los hubiera llevado a superar la asimetría de partida.
Este complejo conjunto convergente de causas-efectos obliga a focalizar nuestras miradas en las acciones y políticas de los gobiernos (en todos los niveles institucionales), en las organizaciones internacionales y, cada vez más y con mayor insistencia, en las empresas y agentes socio-económicos y la enorme diversidad de entidades intermedias (con o sin ánimo de lucro), el mundo académico y, por supuesto, la propia sociedad-comunidad, en torno al reclamo generalizable del llamado “bien común”, los principios de solidaridad imprescindibles, y, de forma “simplificada”, estrategias compartidas hacia el desarrollo inclusivo. Su capacidad de respuesta, a través de estrategias, políticas, programas, recursos y estructuras específicas sería la intervención positiva, esperable, para mitigar y/o erradicar las grandes brechas, raíz fundamental de múltiples problemas que nos acompañan a lo largo de nuestra vida, generando, a la vez, un sinnúmero de consecuencias negativas y perversas, acelerando el crecimiento de otras situaciones críticas que destruyen la credibilidad y confianza en la dirección o liderazgo social, la convivencia, la progresiva búsqueda de la prosperidad, la afección a un proyecto compartible y, en definitiva, a la propia democracia.
Una aspiración universal
Ya en el año 2000, la Organización de Naciones Unidas, con la aprobación de su “Declaración del Milenio” comprometió una renovada alianza mundial dirigida a “reducir la pobreza” fijando ocho objetivos, cuya ejecución llegaría hasta 2015 (ODM) contemplando un esfuerzo solidario desde los “países desarrollados” hacia los entonces aún llamados países subdesarrollados (hoy “en desarrollo”), minorando analfabetismo, hambre, falta de educación, desigualdad de género, mortalidad materno infantil, degradación ambiental, además de renegociar la deuda, favorecer mercados justos y diseñar planes de cooperación en origen. Los países, con apoyo financiero y asesoramiento externo, formularon objetivos de desarrollo del milenio.
Resultados parciales e insuficientes provocaron una nueva agenda que nos acompaña, de una u otra forma hacia el 2030. La agenda de desarrollo 2030 retoma las áreas básicas del compromiso permanente hacia los 17 ODS (objetivos de desarrollo sostenible) reescribiendo las aspiraciones globales que conforman una amplia lista que conjuga desafíos y estrategias. Los países manifiestan, de una u otra forma, su compromiso de cumplimiento. No obstante, la diversidad posicional de partida, la desigual capacidad de respuesta de unos y otros, la heterogeneidad natural de prioridades e interpretaciones de cada uno de los objetivos y la manera adecuada de lograrlos, generan un mapa absolutamente distinto entre unos y otros. La extensa interrelación que cada iniciativa o efecto imprevisto provoca en todos y cada uno de los objetivos, lleva a planes, metas, proyectos no del todo alineados y difícilmente sostenibles en el tiempo, altamente voluntaristas y alejados de un control “normativo o impositivo”. Múltiples esfuerzos vienen desarrollándose desde diferentes gobiernos a la búsqueda de la asociación de sus planes y estrategias sectoriales, planes departamentales y/o de país, con todos y cada uno de dichos ODS. Sin duda un gran esfuerzo, una buena aproximación a la integración de respuestas tratando de afrontar la inmensa agenda retadora a la que nos enfrentamos. Desgraciadamente, un esfuerzo absolutamente imprescindible, pero con pronóstico insuficiente ante una realidad inacabable.
Este largo recorrido por transitar se mueve entre dos aproximaciones en apariencia confrontadas: las limitaciones de la escasez y las brechas sobrevenidas con inevitabilidad de una solución imposible, o el “nuevo mundo de la abundancia”. Focalizarnos en el segundo supone priorizar las OPORTUNIDADES transformadoras que, tras tecnologías exponenciales, concepciones de crecimiento supeditado a un desarrollo económico inclusivo, nueva educación y espacios disruptivos, nuevos conceptos de trabajo-empleabilidad y sucesivas reinvenciones de las estrategias de salud, medio ambiente, infraestructuras, gobernanza, prevención, protección y seguridad social y arquitecturas fiscales, filtrados por una revisada prospectiva demográfica con especial acento en natalidad, envejecimiento y migración, posibilitaría un avance hacia la prosperidad, el progreso económico-social, inclusivo, mitigador de la desigualdad. Siempre en una tarea inacabable en la que “todo importa” y toda intervención conlleva una acción o efecto desencadenante en otra tercera.
Hoy damos por buenas respuestas que busquen soluciones integradoras al servicio de personas-planeta y una acción, a la vez, en los ámbitos económico, social, medio ambiental. Siendo esto así, el punto esencial en la cadena de compromisos reside en nosotros mismos en cuanto a actores en nuestras comunidades. Sin embargo, es precisamente este punto débil el que observamos. Una falta de sentido de comunidad que se debilita, día a día, aumentando la desafección con los modelos de gobernanza, con el compromiso solidario con terceros, con una confrontación constante entre partes y agentes, con una búsqueda alternativa hacia el individualismo y ante una creciente “generación de nuevas clases que detectan los modos de reparto y distribución de bienes y riqueza generada”.
En este complejo reto, nos formulamos una pregunta: ¿Servirán las ODS y su Agenda 2030 en curso para limitar la brecha existente y suprimir las crecientes barreras entre diferentes grados de prosperidad, tanto si se refiere a países, regiones o personas?
Se trata de repensar un objetivo aspiracional superior. ¿Cómo motivar y producir un cambio social positivo capaz de generar un cada vez mejor y mayor nivel de bienestar para la sociedad? Un proceso reinventando un verdadero modelo y compromiso de todos los implicados, en transformaciones colaborativas, disruptivas y radicales hacia el desarrollo inclusivo. Estrategia sobre futuribles ODS más allá del 2030.