La Europa que quise y quiero…

(Artí­culo publicado en Deia el 18 de Mayo)

La iniciativa básica para la configuración de un mercado compartible entre varios jugadores diferentes, en torno a una Comunidad de Intereses en las industrias de «guerra» del acero y el carbón de la mano de la CECA, posibilitó un primer compromiso operativo del sueño, que contemplaron los primeros equipos europeos demo-cristianos, unos años antes (1947), para facilitar un proceso de construcción de una Europa de los pueblos, como proyecto de paz, libertad y solidaridad desde una base de recuperación de una economí­a de post guerra, necesitada de su propia reinvención como pilar sobre el que construir un espacio de bienestar. La economí­a y el mercado caminaban de la mano buscando su interacción en torno a un nuevo proyecto ilusionante para las personas dando lugar a los principios de la economí­a social de mercado que, años más tarde, nos traerí­a a escenarios de crecimiento, competitividad y empleo, desde una práctica polí­tica que personalidades de gobierno hicieron posible en décadas de compromiso, riesgo y objetivos articulados en torno a progresivos modelos de gobernanza adecuados para el nuevo reto. Así­, gobiernos de Santer, Lubbers, la CDU, EAJ-PNV trascendieron del terreno de las ideas a nuevos modelos de competitividad, bienestar social y prosperidad afrontando no solamente perí­odos de crisis económica y social sino procesos complejos de reconfiguración de sus propios estados, y de una nueva Europa pasando de un mercado del carbón y del acero a una Europa regionalizada, a un Mercado Interior, a un supuesto Mercado único y, sobre todo, a un incipiente estadio de una potencial Europa de la diversidad de sus pueblos y sociedades a la cabeza mundial de la protección social y la prosperidad. El proyecto polí­tico, pese a apariencias instrumentales y operativas, lideró el proceso: ampliación desde los seis fundadores hasta la mayorí­a del núcleo central europeo con la compleja incorporación del Reino Unido, la integración alemana en un único acto como si las diferentes Alemanias no hubieran padecido años de separación y culturas antagónicas, la superación de una gélida y paralizante guerra frí­a, la apertura hacia nuevos espacios de la otrora Europa del Este, la propia aceptación y democratización de una España dictatorial, autárquica y post franquista en transición hacia una democracia civilizada y homologable…Todo un proyecto polí­tico pretendiendo generar un espacio europeo superador de guerras centenarias. Hasta entonces, el proceso de configuración de una determinada Europa geo-polí­tica, de los Estados nacionales del pasado, se habí­a ido configurando bien por la fuerza de las armas, bien por «intereses matrimoniales» de casas reinantes que ejercí­an herencias ajenas a principios democráticos, por imposición de la fuerza o por tratados de conveniencia, dibujando fronteras artificiales propias de «gabinetes militares, topográficos o de delineantes» al margen de la historia, culturas, voluntades y, por supuesto, apuestas de un futuro propio de los pueblos afectados.

Hoy, la UE de los 28 concurre a las urnas con la invitación a reforzar su apoyo y apuesta a un complejo proceso pací­fico (no exento del ya tan extendido y conocido «déficit democrático»), hipotecado por sus tambaleantes polí­ticas institucionales, económicas y sociales, un alto grado de escepticismo, elevada desafección ciudadana, anómala e ineficiente gobernanza y escasas propuestas de futuro. Un reclamo electoral  carente de propuestas alternativas a una fracasada estrategia de salida de la crisis en la que estamos inmersos. Los ciudadanos europeos acudiremos  a las urnas huérfanos de proyectos ilusionantes, ausentes de soluciones y carentes de referencias de futuro. En nuestro caso, en Euskadi, condicionados por el bipartidismo estatal (con sus grandes y aplastantes «familias» integradas en los grupos del Partido Popular Europeo y de la alianza social demócrata socialista a nivel europeo) que, más allá de falsos discursos de izquierda o derecha y mutuos reproches respecto de las polí­ticas vigentes de cuya paternidad parecen excluirse ambos, nos ofrecen el triste espectáculo de hablar poco de Europa (la mayorí­a de sus protagonistas electorales ofrecen escaso bagaje europeo y europeí­sta) por lo que tememos más de lo mismo que han venido haciendo, año tras año, elección tras elección, pactando -como siempre- repartos de cuotas (tiempo en las Presidencias de las Instituciones, Comisarios, altos cargos, presupuestos «por Cofradí­as», repartos financieros, cuotas estado compensatorias de polí­tica y marketing local) más allá de compromisos europeos de integración y desarrollo cooperativo, como único objetivo garante del mantenimiento de un status quo que, discursos aparte, mantenga las cosas como  están, sin proyecto alternativo alguno, más allá del acomodo temporal de sus representantes alejados, expatriados o compensados por sus aportaciones y servicios previos. Hipoteca agravada por la impuesta «Circunscripción electoral única» que pretende dificultar la representación de las minorí­as, aunque sean claras mayorí­as en sus naciones y/o regiones sin Estado. Las alternativas reales, pero escasas, ya sean de la Alianza Libre Demócrata -ALDE- (58 partidos europeos entre los que concurren PNV y CiU) con su candidato a presidir la Comisión (Guy Verhofstadt) o la de la Alianza Verde Europea con una compleja y dispersa representación Ecologista y de amplio espectro, con Ska Keller al frente, aportan la esperanza de un cierto contra-poder de las voces minoritarias. Esta primera ocasión en que la elección del Presidente parece compartible con los ciudadanos y sus votos y no por el pago de servicios prestados por una guerra (IRAK-Durao Barroso, por ejemplo) es un pequeñí­simo paso positivo si bien mediatizado por los repartos previos de las grandes familias mencionadas.

Llegados a las urnas pareciera que «la gran Coalición» en versión española de Felipe Gonzalez y el  establishment no han querido proponer alternativas sobre una Europa  paralizada, observada como espacio referente del pasado y de mitigado compromiso con unos valores y lí­neas originales en pos del bienestar y el progreso social, entregada hoy, en exclusiva, a las directrices obligatorias de los mercados de capitales y su anunciada «Unión bancaria y monetaria», de su vehí­culo instrumental de «gobernanza económica de control del déficit público» y la cultura dominante del «igualitarismo burocrático centralizado». Polí­ticas escasamente europeas, profundamente estatalizadas escondiendo tras el consenso la medianí­a y mediocridad horizontal de un relativo «café para todos» que ya conocemos a nivel de Estado español, evitando el riesgo inevitable de las decisiones estratégicas diferenciales que se requieren desde la «diversidad cooperativa» que los padres fundadores preconizaron. Europa -sus dirigentes- parecen haber olvidado que la Europa económica originaria era parte de un proyecto polí­tico y no la esencia del mismo.

Sin embargo, en un panorama como el observado, los europeí­stas convencidos (que no necesariamente entendemos Europa como sinónimo de la actual Unión Europea) queremos y necesitamos más y mejor Europa. Una Europa con alma que dirí­a el Lehendakari Urkullu. Una nueva y rejuvenecida Europa que supere el miedo a transformar su composición, representatividad y gobernanza. Una Europa que entienda que no se puede justificar ni la inacción ni el deficiente proceso de toma de decisiones en el hecho de contar con 27-28 estados miembro según el caso y que entienda que su gobernanza ha de adecuarse a la presencia real de voces, pueblos y espacios diferenciados. Una Europa diversa, compuesta por una rica y variada interacción de múltiples culturas, voluntades de futuro, modelos de gobernanza, tejidos económicos y en diferentes momentos de su propio desarrollo. Una Europa con vocación de convergencia pero no de integración forzada tras cuatro o cinco indicadores, supuestamente objetivos, que dicen muy poco para el inmediato futuro de una o dos generaciones condenadas -con los modelos en curso- a su auto marginación. Una Europa que comprenda que son demasiadas las velocidades distintas que exigen diferentes tejidos económicos de los pueblos. Una Europa que arriesgue decisiones al servicio de las personas y facilite un desarrollo inclusivo y sostenible económico y social, a la vez, y que no se ocupe de expedientes, registros, inspecciones y sanciones de fácil administración burocrática y limitado liderazgo, responsabilidad y compromiso, como razón de ser para entretenimiento de su fuerza burocrática desde una casta polí­tico-administrativa complaciente, alejada del pueblo que se supone representa.

Así­, el próximo 26 de mayo, sea cual sea el resultado electoral, (muy condicionado por la participación real que se dé -Paí­s a Paí­s, Estado a Estado- y el peso de partidos minoritarios -incluidos los euro escépticos-) el nuevo Parlamento y la Comisión -y el establishment de/en los Estados- habrá de ser permeable a los nuevos desafí­os: una Sociedad cansada de recetas austeras sin éxito, demandante de empleo e igualdad, necesitada de un desarrollo acompañado de progreso social y de estrategias al servicio de las personas, de los diferentes territorios y comunidades en los que vivimos, (Personas-Territorios-Sociedad), que permitan SI una Europa Competitiva pero claramente creadora de prosperidad. Una Sociedad demandante de una Europa que entienda que sus miembros históricos (Escocia, Catalunya, Flandes, Euskadi…) no pueden excluirse de la noche a la mañana por formalismos «constitucionales» de estructuras estatales inmovilizadoras apelando a la unilateralidad de su voluntad de un nuevo espacio propio, cuando esa Europa ha roto o interpretado a su antojo sus propias reglas cuando le ha interesado. Una nueva Europa que no puede proponer a Ucrania, por ejemplo, un proyecto conjunto considerado «como la única opción posible» y dos dí­as después olvidarse de su «importancia esencial», dejándola sola bajo el cobijo transitorio de un lí­der impuesto (como lo ha venido haciendo durante la crisis de los últimos cinco años en Italia, Grecia… por encima de la voluntad popular), o que no puede dejar en el limbo, en manos de burócratas, por años, a una Turquí­a cuyo giro euro-asiático pudiera confirmarse en cualquier momento, harta de una espera reglamentista sin ofertas de futuro. Ni que decir de esa Europa que parece vivir de espaldas a sus ciudadanos y sus problemas de hoy bajo la promesa de que algún dí­a, quizás a partir del 2020 ó el 2030 atendiendo a la prospectiva y escenarios macroeconómicos al uso, según el Estado Miembro del que se trate, quien haya sobrevivido encontrará un empleo.

Sin proyecto y compromiso polí­tico, sin alma, sin personas como objetivo inicial y último, no es posible (ni deseable) construir una Europa desde la desafección creciente. Hoy que, son ya demasiadas las voces que claman por la necesidad de un nuevo espacio ideológico, de un rearme de ideas y valores, de compromisos y liderazgos compartidos y nuevas estructuras y modelos socio económicos (desde el humanismo, desde el crecimiento inclusivo, desde la prosperidad y el progreso social, desde la mitigación de la pobreza, desigualdad y desprotección, de la creación y/o distribución del empleo, desde la co-creación de valor empresa-sociedad), el llamado a la redefinición del rol de todos los actores de la economí­a, los  gobiernos y la propia Sociedad ha de repensar, también, el verdadero papel que Europa puede y debe jugar en el contexto internacional. Demasiado importante para aparecer como «el viejo y experimentado referente del pasado, de cuyo futuro se espera muy poco». El nuevo mundo emergente, los nuevos mercados, los nuevos espacios de innovación, el nuevo modelo de desarrollo tiene mucho que incorporar de la historia, principios (y esperemos que futuro, también) de nuestra Europa.

En nuestro caso, en Euskadi, hoy, nos jugamos mucho. Aunque parezca lo contrario dado el clima electoral por el que al parecer se pretende pasar de puntillas, enredados en discusiones domésticas de confrontación. Nuestra apuesta-necesidad europea es clara. Nuestro trabajo a lo largo de los años requiere muchos esfuerzos para seguir, desde una clara minorí­a, trabajando para que se entienda el nuevo mundo de la economí­a, la polí­tica y la sociedad que la «nueva Europa» ha de liderar. En todo caso, tras las elecciones, seguiremos trabajando. Buscaremos una nueva Europa que se dote  de un proyecto humano y viable. Como decí­a el poeta: «Amo a Europa pero no me gusta. Hagamos que se parezca a aquella que quise y quiero».

En definitiva, Más y mejor Euskadi. Más y mejor Europa. Otra Europa.