(Artículo publicado el 24 de Diciembre)
Finalmente, la anómala convocatoria de «Elecciones autonómicas» en Catalunya ha ofrecido su resultado, dejando una ficha coyuntural que, pese a las intervenciones de quienes creían modificar voluntades mayoritarias y dar por terminado el llamado Procés, no ha hecho sino retornar al punto de salida, situando en primer plano las cuestiones pendientes pre 155, ratificando la fortaleza de una voluntad y compromiso de transformación de la realidad político-administrativa en curso.
En resumen, el panorama post 21-D pasa por consolidar una mayoría absoluta de las candidaturas soberanistas catalanas, una todavía mayor, si cabe, mayoría de quienes exigen el ejercicio del derecho a decidir su futuro en una consulta vinculante, la marginalidad del partido en el Gobierno español, el fracaso de las burbujas «transversales» previas tan solo hinchadas por el poder y persistencia mediática española (conviene señalar que la cadena elegida por Catalunya para seguir la jornada electoral, triplicando su audiencia respecto de la suma de la segunda a cuarta cadena que le seguía, ha sido la denostada TV3 que pretendieran suprimir desde el pacto del 155), el parón de la alcaldesa Colau, la concentración del mapa sociológico de los polígonos y espacios conexos de la Barcelona Metropolitana y Tarragona en torno a Ciudadanos como referente directo del españolismo y/o unionismo real, contundente y «limpio» desplazando a PP-PSOE y, por encima de todo, el éxito del President Puigdemont liderando una lista superadora de un partido en crisis, de un movimiento herido de consideración tras el 1-O y dañado por el tacticismo de un socio que ha tardado demasiado en entender la legitimidad y compromiso de continuidad histórica de un Govern destituido, e inmerso en una más que aparente confrontación electoral desde situaciones judiciales y tácticas diferenciadas, en un contexto complejo, incierto, en un clima adverso. En los 947 municipios catalanes, Junts per Catalunya ha ganado en 667, ERC en 143 (es decir, 810, nada menos, con huella y color amarillo prohibido en los medios y por la Junta Electoral creada al servicio de tan irregulares elecciones).
Sin embargo, más allá de la fotografía inicial, siempre condicionada por el carácter irregular de la propia contienda electoral, de escasa credibilidad y operativa democrática, convocada al amparo de una mayoría formal (la unionista con peso en España y, como se ha comprobado en sus urnas, claramente minoritaria en Catalunya) con la cobertura trucada de un Senado cuestionado desde su origen al servicio de intereses partidarios, de financiación paralela para los partidos y de apariencia «territorial y de contrapoder», con la supresión previa del Parlament y Govern legítimos cuya composición no era del agrado de quienes creyeron poder alterar la voluntad popular por un decreto ley sancionado por la corona, como cheque en blanco, para fusionar los poderes ejecutivo, legislativo y judicial sin ningún tipo de control democrático, lo verdaderamente observable es lo que está por venir.
Desde el punto de vista algo más que instrumental, lo primero a recordar es que el escenario del 155 sigue instalado en Catalunya y su aplicación, prórroga o suspensión está en manos, única y exclusivamente, del presidente y gobierno español derrotados de la forma más contundente posible. Si bien la literalidad del decreto que lo implantó (sancionado por el Rey) fija su vigencia hasta la constitución de un nuevo gobierno resultante del nuevo parlamento elegido el 21-D, tanto el entramado judicial montado como la propia unilateralidad al servicio del presidente Rajoy, permite todo tipo de intervenciones. La foto electoral llevaría a pensar en la constitución ordenada de un nuevo parlamento antes del próximo 23 de enero, la elección-restitución del President Puigdemont refrendado en las urnas y un gobierno «independentista», para una nueva fase del Procés pro República Catalana. Desgraciadamente, este proceso legítimo y democrático, se puede ver empañado por la actuación del trinomio gobierno-sistema y poder judicial-policial y establishment (mediático-económico) españoles-unionistas tanto para continuar en su fracasado diseño y gestión unilateral del «155», de los procesos judiciales, encarcelamientos, deslocalización empresarial express, y «relato constitucionalista» enrocados en una concepción superada de la unidad de una España limitada a la percepción de un poder centralista y centralizado, con el incomprensible apoyo o confort distante de una Unión Europea de espaldas a la realidad. Pero, sin duda, pese a la previsible presión que el crecido papel de Ciudadanos pretenda ejercer ante un PP-PSOE desorientados para «impedir quimeras nacionalistas» (y no solamente en Catalunya. ¡Ojo Euskadi!), la realidad hace inevitable entender que el movimiento en Catalunya no es ni sedición, ni rebelión tumultaria , ni terrorismo, ni ningún atentado criminal contra nada, la Justicia y Administración Penitenciaria está obligada a garantizar el libre ejercicio de responsabilidades de los cargos electos y, en consecuencia, el retorno del President del exilio pudiera suponer su encarcelamiento o puesta a disposición judicial, pero no su inhabilitación o impedimento alguno para acceder a su acta de diputado, a su nombramiento como Presidente y al desempeño de sus funciones (como parlamentario y President). En definitiva, el momento y los resultados, exigen inteligencia democrática y espíritu innovador para la transformación del Estado. Un estado español que, o bien asume la necesidad/voluntad de su inaplazable cambio radical, o se entronca en el inmovilismo de corto plazo al servicio de un mal entendido interés particular, de unos pocos, que siguen pensando que su herencia recibida, hace más de 50 años, es su mejor garantía de pervivencia.
Catalunya es la potente punta del iceberg del no retorno a un Estado del pasado. La coyuntura internacional, la situación de crisis económica y social y el terrorismo (en Euskadi, sobre todo), además del post franquismo no perseguido y el miedo a golpes de Estado a manos de los militares, dieron paso a una reforma y transición que permitió demasiadas concesiones impropias de una verdadera demanda democrática de separación de una dictadura, de deseos de autogobierno (absolutamente desigual, potente y real en Euskadi y Catalunya, matizable en algunas otras regiones y/o naciones según sus propias manifestaciones, o inexistentes en otras), con una monarquía moldeada desde el franquismo, mantenida y tolerada como mal menor y un modelo de «Estado autonómico» del que muchos esperaban que tan solo fuera una fachada o cascarón, con escaso contenido real, gestionable desde el unilateralismo de los aparatos del Estado (entendido como Gobierno Central bajo el duopolio AP/UCD-PSOE).
Recordemos que muy pronto se sucedieron intentos de golpe de Estado (Operación Galaxia, 23-F), el vergonzante «Pacto de los líderes españoles del Congreso» favoreciendo una LOAPA que, «recortaría el error de los constitucionalistas» y terminaba con la voluntad democrática, desde luego, de catalanes y vascos. Un modelo descafeinado a la baja que, sin embargo, posibilitaba el acceso a un elevado auto gobierno y respondía a un deseo de desarrollo abierto a sucesivos y progresivos cambios y actualizaciones en función de la demanda que, en cada momento, fuera decidida por la población específica (vasca y o catalana según el caso). Un sistema y modelo que muy pronto se vio limitado a la interpretación, voluntad y decisión unilateral de los sucesivos gobiernos centrales. A partir de allí, la manera de avanzar en el autogobierno ha sido el intercambio de votos requerido por el modelo formal de Gobierno español, desde el unilateralismo para aprobar investiduras, presupuestos o atenuar el efecto de comisiones de investigación o negociaciones puntuales, de modo que negociar-avanzar se ha traducido ante terceros en condicionantes excesivos a un centralismo bipartidista que «no debería ser incordiado». Así se ha hipotecado el extraordinario potencial que el modelo tenía, que, de forma tímida, permitió el desarrollo de una España que pasó de la alpargata a la modernidad en pocas décadas, de un espacio de convivencia y de relativa esperanza en un futuro respeto al deseo de autogobierno real en dos naciones (Catalunya y Euskadi) confiando en su sueño europeísta y en la realidad socio-económica y de identidad y pertenencia que pudiera provocar una transformación real del Estado, a una organización político-administrativa contestada y descalificada por sus propios gestores centralizados.
Hoy, España tiene una nueva oportunidad: o asume su transformación hacia tres Estados (España, Catalunya, Euskadi), reconvirtiéndose en un Estado Confederal en el que la cosoberanía y las relaciones bilaterales reales y diferenciadas se den de abajo-arriba desde las naciones que lo forman (otra vez, Euskadi y Catalunya con la posibilidad de que aluna más lo desee y puede ejercer su derecho decisorio), o se mantiene en «sus trece» e impone un modelo pseudo-descentralizado, suprimiendo la representación real de «los nacionalistas incómodos» y se empeña en una estrategia incoherente, pretendiendo una recentralización paralizante, provocadora de un desencanto y desafección permanentes.
El escenario catalán exige una nueva política y coraje inteligente para construir nuevos modelos de relación. Volver al enfrentamiento del pasado, imponer soluciones (o pasear mientras el mundo se mueve, a la espera de «lo que tenga que pasar») es una irresponsabilidad que no se puede permitir.
En este contexto, el nuevo Parlament y Govern están llamados no a recuperar el mínimo autogobierno previo al «155», sino el autogobierno futuro demandado por la sociedad catalana. El Gobierno español y sus fuerzas de apoyo no pueden volver al amparo de tribunales (de escasa credibilidad, por cierto) y perpetuar procedimientos y actitudes del pasado. Es momento de imaginar nuevos espacios de relación, de futuro. El encuentro, juntos o separados, es posible.
Inteligencia de Estado. No queda otra alternativa.
Una «inteligencia» al servicio del futuro deseado por los ciudadanos que no pueden verse condenados a una convivencia forzosa y no deseada, sino que han de ser protagonistas de decisiones claves e innovadoras con un horizonte y escenario diferente por el que merezca la pena el esfuerzo de su recorrido. Hoy, Catalunya ha vuelto a demostrar su voluntad de movilizarse de manera activa, pacífica y democrática cuantas veces sea necesario. Está dispuesta a renunciar a las mieles temporales de un relativo bienestar material dirigido o controlado por terceros. Quiere apropiarse de su futuro, experimentar modelos alternativos a la dirección única a la que se siente sometida, desde un duopolio español a 600 kilómetros de distancia física y a siglos de incomprensión. Exige su derecho a equivocarse, así como su posibilidad de éxito desde modelos, culturas y compromisos diferenciados. Asume el desprecio locuaz de unos líderes europeos -de salida- incapaces de afrontar el futuro desde el desafío de la complejidad y confía en sus capacidades y competencias para convertir su nación sin Estado en un estado creíble, que elija con quién, cuándo y cómo compartir su co-soberanía huyendo de toda imposición desde la herencia y la costumbre. No son tiempos de argumentar o debatir sobre el pasado, sino de construir el futuro.
Si a partir de hoy, seguimos pensando en términos de bloques (unionistas mal llamados constitucionalistas e independentistas mal llamados separatistas) volveremos a chocar en la misma piedra. ¿Más cárcel para descolgar las opciones que no gustan a algunos?, ¿más argumentos para obligar a un Govern a establecerse en el exilio?, ¿más boicot a empresas, productos y personas que se dice defender y querer en casa?, ¿más diplomacia económica al servicio del estatus quo, desde partidos y gobiernos claramente minoritarios en Catalunya, abanderando una supuesta mayoría silenciosa? Parecería razonable, abandonar el pasado e iniciar un proceso transformador, de ilusión y compromiso, construyendo un escenario nuevo.
Hoy, es por Catalunya (y por España). Pero nadie puede llevarse a engaño. Si bien cada caso, tiempo y situación es diferente, existe un sentimiento y voluntad generalizada: la «España del mañana» no puede ser la de hoy. Nuevos tiempos, nuevas realidades, nuevos proyectos y estados de futuro.
La gente quiere (queremos) soluciones a la vez que sabe (sabemos) que las mismas no son iguales según quien las tome, a qué objetivos responden y, sobre todo, a qué escenario han de conducirnos.
Hoy ha sido el momento de Catalunya. Hoy y mañana, también, el de Euskadi, el del Estado español, el de Europa. No nos equivoquemos. No se han equivocado los votantes catalanes, ni los ha engañado el Gobierno del exilio o TV3. Simplemente, han dicho lo que piensan, sienten y quieren: la oportunidad de dotarse de un modelo diferente, de elegir sus nuevas relaciones, de dotarse de nuevas estructuras de Estado, de soñar y hacer posible un nuevo escenario.
Nuevo escenario que demanda una serie de actuaciones reparadoras, previas, antes de iniciar el diálogo creativo e imprescindible para cualquier solución de futuro : Indulto, amnistía, archivo de causas o restart político-judicial para todos los «descabezados», restitución de la legitimidad del Parlament y Govern, cambios en el Gobierno español y los partidos perdedores (no hace falta señalarlos) cuyas estrategias, tácticas y gestión tóxica y equivocada ha quedado contestada en las urnas , neutralidad (o simple ética profesional) en medios de opinión y comunicación y vocación real de servicio en el espacio político institucional (incluyendo cierta cúpula de la Unión Europea). Y, por supuesto, no vendría mal un Rey con mensaje tradicional de noche vieja o bien con su acostumbrada intrascendencia ya asumida o un novedoso e inesperado llamamiento transformador constructivo-creativo (no olvidemos que hoy es Nochebuena y esperamos de Olentzero la magia navideña).
Inteligencia e imaginación de Estado, con los mejores deseos para una nueva fase para el 2018.