Euskadi, industria y prosperidad

(Artículo publicado el 6 de junio)

La prensa económica ha despedido el mes de mayo con múltiples artículos y suplementos especiales centrados en la reactivación y el crecimiento económico, con una coincidencia generalizada en la industria como vector esencial sobre el que hacer girar cualquier apuesta de futuro para una transformación imprescindible para garantizar respuestas sostenibles a los desafíos de futuro, desde niveles crecientes de prosperidad, bienestar e inclusividad.

Son ya demasiadas décadas en las que una simplista clasificación de la economía y un cómodo discurso académico confronta la industria con los servicios, sin más, introduciendo un falso discurso de modernidad en favor de la eliminación de la manufactura, en una supuesta asignación de valores al nuevo mundo que apoyaban, aconsejando el abandono de “aquellas economías del pasado” a las que se les otorgaba el mal generalizado del “espacio negro” de las ciudades, la contaminación, escaso glamour y menor brillo y reconocimiento social, desanimando a jóvenes profesionales a apostar por “el pasado” lejos de focalizarse en el destello de los distritos financieros que reconstruían los centros de las mejores ciudades (otra novelada expresión de futuro), publicitaban “el gusto por la moqueta” y las oficinas de relativo lujo y confort y las bondades del camino a la llamada de una globalización sin matices. La modernidad y un futurible éxito profesional se ofrecía como la única opción sensata a perseguir y, si se desarrollaba en el exterior, mejor.

Este contexto se venía fortaleciendo por el uso de un concepto equivocado de la “Política Industrial” que se asociaba con una errónea toma de decisiones de los gobiernos. Adicionalmente, se le acusaba de un pernicioso intervencionismo distorsionador del mercado que se erigía como máximo juez objetivo de una mal entendida competitividad, que dejaba en los gobiernos una malévola y discrecional elección de unos pocos jugadores a los que “subvencionar”, o a la inhibición ante las presiones y demandas sindicales de grandes empresas calificadas de fallidas o a las consideradas empresas “zombis” que se entendía se perpetuarían a base de incumplimientos legales, desatención de sus compromisos con terceros y ausencia de futuro, siempre cargadas de legados históricos perversos, repletas de reivindicaciones basadas en el pasado y poco atentas a las dinámicas de cambio en el entorno en que se desenvuelven. La casi permanente desconfianza hacia quienes han de tomar decisiones desde los gobiernos, mientras se daban por buenas, siempre, las decisiones de otros, se unía a una larga serie de elementos que parecían incompatibles con el mundo de la manufactura, por muy inteligente, innovadora o generadora de riqueza y empleo que fuera. Urbanismo renovado, medio ambiente sin contraste alguno, funcionarización elevada, bancarización y “economía financiera” alejada de una economía real, nueva ola sindicalizada abanderada de la confrontación como motor de soluciones individuales, provocaban una “transición” hacia esos espacios que supondrían contraponer una futurible “sociedad de la información y del conocimiento”, paraísos verdes y batas blancas, contra paisajes industriales y grises, asociables a la “fabricación”. Adicionalmente, demasiadas regiones y países a lo largo del mundo, o partían de una debilidad estructural en su tejido productivo, o creían encontrar una mayor facilidad y velocidad para abrazar el nuevo mundo, saltando los 200 años de revolución industrial que no habían desarrollado e incorporado (o mantenido) en sus ámbitos de actuación y responsabilidad, un mapa completo de elementos esenciales para desarrollar un tejido industrial y productivo competitivo, cuya productividad no se improvisa, ni se compra sin más en el super mercado. Cultura industrial es un concepto demasiado importante y exigente y no se da por generación espontánea. Además, por si fuera poco, la estadística oficial, a lo largo del mundo, se volcaba en cuentas agregadas macroeconómicas y en su afán, también simplificador, optaba por presentar sus datos en términos excluyentes de industria versus servicios y su referencia única al PIB.

Sin embargo, hoy, cuando el mundo asiste a una nueva revolución en la que las llamadas tecnologías exponenciales nos anuncian un futuro absolutamente distinto, cuando la globalización única se ralentiza y da paso a nuevas concepciones no solo de internacionalización, de intercambio económico y de generación de nuevos ámbitos de cadenas de valor, la afortunada inevitabilidad de clusterizar la economía “mezclando” diferentes disciplinas, anteriores segmentos o sectores económicos otrora fragmentados, necesaria regulación y formalización del empleo, reglas y relaciones laborales, convergencia de múltiples agentes, intereses y propósitos, y su carácter de estabilidad y permanencia (cualificada) en el largo plazo, vuelve el protagonismo del Renacimiento Industrial, visualizado como pieza clave en las transformaciones determinantes de nuevos modelos de desarrollo y bienestar.

Si ya las últimas crisis financieras demostraron que aquellas regiones con un relevante peso de su economía real, fundamentalmente industrial, han sido las que mejor han reaccionado ante las dificultades, la última y aún peligrosamente viva pandemia que nos aqueja, lo ha reforzado con inusitado peso.

Hoy, además de Europa y sus Planes de Resiliencia y Recuperación, su anhelado UE Next Europe con sus fondos esperados como la savia que habrá de posibilitar toda una canasta de proyectos críticos, su Horizon Europe para promover la investigación y la tecnología, las áreas prioritarias de actuación (digitalización de la economía, economías verde y azul, con sus imprescindibles transiciones) y el futuro del trabajo (abanderando una imprescindible revolución educativa y recualificación profesional imprescindibles e inaplazables), toda estrategia o política que se precie pone su mirada en la industria. Ahora bien, los atajos posibles no resultan tan evidentes y las improvisaciones o esperanza en milagrosas soluciones inmediatas, por mucha financiación o propaganda pretendida no son suficientes. De esta forma, gobiernos como el español, más allá de discursos y declaraciones futuristas, topa con la falta de concreción real sobre posibilidades y bases existentes sobre las que construir la definición de un nuevo modelo productivo y la industrialización del país. El viejo discurso de siempre, ante todo viento adverso, reclamando una “política industrial para España”, se ve comprometido ante la emergencia de múltiples regiones que han construido su modelo de competitividad y bienestar, liderazgos mundiales, con un largo recorrido superador del punto de partida español, lo que hace temer un potencial derroche de recursos forzando capacidades inexistentes ante áreas e iniciativas, de orientación europea y mundial, que marcarían los espacios financiables en una verdadera reorientación de su economía. Pretender meter todo proyecto o toda demanda o impulso reestructurador en cajones financieros o ideales sin las bases suficientes, no parece una buena política.

En Euskadi, hemos entendido la industria como parte de nuestro ADN. Lo hemos heredado de nuestra cultura, en nuestra forma de vida, en nuestras capacidades y modos de relación y organización económica. Hemos avanzado contra corriente sabiendo identificar los vientos favorables y adaptarnos a ellos. Hemos sufrido (y sufriremos) todo tipo de crisis y hemos sabido reaccionar, encontrar los tiempos en que los “cambios de las reglas del juego y nuevos jugadores” nos han permitido arriesgar por nuevas actividades, alineadas en una “diversificación inteligente”, generando nuevas alianzas, emprendiendo nuevos caminos y nuevas maneras de hacer las cosas, desde nuestras competencias reales. Hemos sabido interiorizar, con los diferentes conceptos e ideas asociables, el rol esencial industria-tecnología-servitización y clusterización, que hoy, parecería que la moda lingüística refiere a ecosistemas. Tenemos un larguísimo camino y esfuerzo por transitar. Sin embargo, cuando la industria pide paso, somos un referente mundial. Titulares como “la industria sale del cajón”, “la industria se vuelve sexy”, “el renacimiento se llama industria”, “transformación industrial sinónimo de futuro”, “la inteligencia artificial es la principal fuente de crecimiento y desarrollo industrial” … apuntan señales de optimismo y futuro, nos sentimos reflejados y confiados. Las miradas parecen observarnos.

Es un buen momento para nuestros próximos saltos hacia adelante. Tenemos, también, enormes dificultades y rémoras que hemos de superar. La transformación -permanente- que se requiere no es confortable, sino muy exigente. Y, desgraciadamente, somos conscientes de la competencia exterior (todos aprenden y muchos ya lo hacen mejor que nosotros), así como, sobre todo, de nuestras debilidades internas. Retomar compromisos, actitudes pro industria, pro empresa-empresario (no solamente discursos favorables a start ups de emprendimiento juvenil, inicial, mientras no tengan éxito para pasar a ser criticados y descalificados cuando triunfan, crecen, se internacionalizan), recualificación profesional en todos los niveles hacia las “nuevas áreas de conocimiento”, múltiples fuentes de oportunidad, que demandarán, también, recomponer los verdaderos modelos de relación y compromiso público-privado, recuperar en las aulas y en los medios de comunicación la motivación por el valor de la industria, atraer y retener el talento (local e internacional) que necesitamos para construir un espacio de competitividad y prosperidad, reencontrar un dialogo social, reformular, también, las propias empresas y sus modelos de negocio sobre bases de valor compartido y profundizar en una pedagogía industrial para nuestros gobernantes en todos los niveles institucionales.

La industria nos ha traído hasta aquí a lo largo de 200 años, jugando un rol vector sobre el que desarrollar, el resto de piezas esenciales de un verdadero tejido económico competitivo, tractor de bienestar y prosperidad. Sin duda, es piedra angular para afrontar la nueva revolución que ya estamos viviendo. Disfrutamos de una base y ventajas competitivas que otros no tienen. Está en nuestras manos construir ese nuevo futuro deseable.

De nuestra actitud, compromiso y apuesta para el largo plazo, dependerá nuestro bienestar y prosperidad. Para nosotros no es cuestión de modas. Es trabajo, responsabilidad y compromiso desde la confianza en partir de unos mimbres sólidos. Construyamos desde nuestra diferencia. Un trinomio distintivo Euskadi, industria y prosperidad.

El futuro del empleo. La esperanza en los nuevos trabajadores de cuello rosa y verde

(Artículo publicado el 23 de mayo)

Sin duda alguna, una de las mayores preocupaciones que ocupan todo tipo de ejercicio de prospectiva no es otro que el futuro del trabajo, mayoritariamente asociado al debate y contraste en torno a la automatización y peso sustitutivo de las tecnologías y los “empleos tradicionales” que hoy dominan nuestras industrias y servicios. Como puente clave: educación y recualificación. A partir de estas premisas de partida, cobran especial significado tanto el potencial desarrollo de aquellas áreas que configurarán su verdadera incidencia en la sociedad, como su propio comportamiento condicionante. Así, su estudio y consideración exige un estudio y actuación holísticos que han de incluir, sobre todo, la relación e interacción persona-máquina, la oportunidad/necesidad/calidad de una potencial fiscalidad aplicable (repensando su propia productividad, su capacidad competitiva y de logro, su capacidad resolutiva de demandas sociales y adecuación a la formación interna de sus profesionales, su rol en el marco de las cadenas de valor de las que forme parte, su compromiso y valor empresa-sociedad y su disposición y posibilidad de generar y/o participar en alianzas estratégicas en espacios clusterizables integradores de las soluciones que los nuevos desafíos y las posibilidades de respuesta que ofrecen). Así, al proceso de transformación que conlleva, se añade el rediseño de estos diferentes modelos de negocio de las empresas, las iniciativas reales por transformar el conjunto de las Administraciones Públicas y “sus industrias complementarias” (sindicatos y partidos políticos, instituciones intermedias y ONGs) con una previa redefinición y recomposición de los servicios públicos y su gobernanza y, finalmente, la aún más compleja reformulación del estado social de bienestar y los conceptos de trabajo, renta y empleo que conllevan.

Este proceso en curso, en todas sus aristas, más allá de estudios estimativos y acierto/sueño resultante a futuro, es ya una auténtica realidad que nos viene acompañando en el día a día, en nuestro comportamiento, en nuestras decisiones y/o reacciones ante la realidad condicionante.

En estos días, en medio de varios proyectos de estrategia a muy largo plazo que me ocupan, el sentimiento dual y confrontado que, según el día, te lleva al optimismo o a la desesperanza y frustración, rodeado de todo tipo de informes cargados de tintes desalentadores y cifras apabullantes, acompañando actividades que “habrían de desaparecer y ser sustituidas por máquinas que nos harían inalcanzable la necesaria creación de empleo”, encontramos todo un creciente y apasionante mundo, innovador e imaginativo, generador de nuevos empleos, fruto de transformaciones -no siempre del todo “disruptivas”- de nuestras vidas, industrias, economía, que, no sin esfuerzo y mentalidades innovadoras y comprometidas, ofrecen un futuro atractivo, esperable, posible.

Así, mientras un sugerente informe del Bank of America (“Robosapiens: el futuro del trabajo”) se aproxima a la cuestión superando la confrontación entre máquinas o personas, apostando por la adecuada “colaboración” entre ambos, en un nuevo espacio múltiple, compartido y transformativo, en permanente realineación en el tiempo, de modo que la robotización, automatización, digitalización, inteligencia artificial y la internet de todo y en todo, no supongan la supresión/eliminación de las personas en términos de trabajo y empleo, sino la recombinación de tiempos, aportaciones, uso conjunto en una renovada definición del empleo con un resultado final traducido en la generación de más empleo (diferente al actual) que aquel inicialmente considerado como “destruible” por la tecnología. Este planteamiento huye de la “suma cero” ofreciendo un escenario creativo (un informe del World Economic Forum sobre empleo-robotización cifra en doce millones de empleos nuevos netos, de nueva creación, tras la eliminación de 85 millones de empleos existentes por 97 millones de nueva creación, básicamente en “nuevas profesiones, modalidades e industrias”). Un puente de partida alentador que vendría acompañado de un intenso proceso de recualificación aportando nuevas capacidades y habilidades a nuestros profesionales, incorporando nuevas necesidades (que la propia robotización exige), la entrada de nuevas profesiones en la sucesiva transformación de las propias industrias de contenido tecnológico, la manufactura en diversas industrias fabricantes de dispositivos, piezas, sistemas exigibles para disponer de los mismos, su progresivo avance hacia la servitización inteligente y especializada, y por supuesto, los propios mundos de la salud, la educación, la formación profesional, la movilidad, transporte, logística, biotecnología (más importante si cabe en su impacto en agricultura, alimentación, ciencias naturales, océanos… que en su enorme aportación a la salud y las ciencias de la vida), la reinvención de las ciudades y espacios territoriales, transporte y gestión/administración (pública y privada). No se trata de un sueño o un cuento tranquilizador que nos sitúe en la contemplación, sino de una exploración sistémica al mundo de las necesidades y demandas sociales, haciendo de ellas, las fuentes de nuevos modelos de negocio, y generación de empresas creadoras de riqueza, que habrán de responder y transformar nuestros tejidos económicos hacia una sociedad cada vez más inclusiva.

En este esfuerzo prospectivo, cabe destacar de manera muy especial tres grandes apartados, que no por señalarse con excesiva frecuencia y que pudieran parecer etiquetas de moda o de lo políticamente correcto, no deban resaltarse con insistencia, a la vez que tratarse en profundidad. Los hasta hace poco llamados “cuellos blancos y azules”, generadores de valor entre nuestro mundo de la empleabilidad y el desarrollo económico hasta hoy y que parecerán diferenciar los espacios laborales del hacer y el conocimiento como si se tratara de un discontinuo, abren paso, con intensidad renovada, a dos nuevos tipos de empleo: “el cuello rosa” con la progresiva y acelerada incorporación de la mujer al mercado del trabajo-empleo-formal, a lo largo de todo el mundo, y el “cuello verde” asociable a la imparable e ilimitada transición a la economía verde, mucho más allá de una nueva renovación energética post combustibles fósiles. El color no es cuestión de género, sino de concepto y espacio de actuación. Estos dos grandes pilares o “rutas-corredores del empleo del futuro”, encuentran en un tercer espacio esencial, “la industria de los cuidados”, su máximo acelerador para la empleabilidad. Más allá de su aplicación concreta al ámbito de la salud, sociosanitario, comunitario y sus “subsectores, industrias o clústers” de especial e imprescindible aplicación, el cuidado da pie a un mundo inacabable por redefinir, con profesiones por reinventar, para espacios y actividades de impredecible desarrollo.

A partir de aquí, el citado informe, alineado con las corrientes y movimientos más vanguardistas al uso, plantea incipientes debates que vienen dando paso a un triple marco clave para acompañar este proceso creativo: la fiscalidad del cambio (impuestos o no al uso tecnológico y a sus principales jugadores y potencial peso en la sustitución/creación de empleo), el recurso a sistemas localizados de renta básica universal, en distintas modalidades y con desiguales alcances, más allá del trabajo-empleo y, finalmente, la recualificación y dotación permanente de nuevas competencias y capacidades para la empleabilidad ante esa inmensa cantidad de nuevos trabajos del futuro.

Con este marco de pensamiento, acercándonos a Cognizant (Center for the future of Work) para adentrarnos en ese mundo que podemos no entender del todo, resulta inspirador -a la vez que reconfortante- observar los cambios reales a los que ya asistimos y que permiten visualizar, de forma continua, vectores de oportunidad que provocan transformaciones de profesiones, nuevos empleos, nuevas empresas, nuevos jugadores para afrontar un futuro deseable. Este centro de pensamiento no solo nos lleva a mundos lejanos inexplorables desde posiciones tradicionales y/o confortables, sino que, por ejemplo, utiliza las enseñanzas inmediatas de la COVID-19 para resituarnos, desde esta trágica e inesperable incidencia en nuestra vidas, para hacernos comprender el conjunto de nuevas percepciones, adecuaciones a vías y modos de comportamiento, actitudes sociales y tipo de vida, que pensábamos no recorreríamos nunca, a nuestro aprendizaje-respuesta para considerar “el cambio real”, de modo que pasamos, de inmediato, “del trabajo del futuro” al “trabajo del presente”. Pasando de lo que llaman “Remotopia”, más allá de la tan usada imagen del teletrabajo hacia un mundo rico en nuevas opciones (“31 empleos y profesiones para mañana”) compartibles con un nuevo sentido de conciliación (no solo al alcance de Administraciones Públicas y funcionarios o grandes empresas), reconsiderando nuevos especiales, superadores, también, de la dualidad desigual entre quienes disfrutan de la seguridad de un empleo para toda la vida y quienes han de construir el suyo, cambiante, día a día.

Múltiples aprendizajes que dan paso a un esfuerzo y trabajo esencialmente colaborativo, generador de plataformas compartibles, alianzas multi dirección y multi jugador y un verdadero sentido de las relaciones coopetitivas que miran mucho más a las nuevas iniciativas, al incremento del numerador que no a un agobiante denominador, en las cuentas de resultados, especialmente condicionados por la coyuntura y la menor diferenciación, redirigiendo las estrategias hacia auténticas proposiciones únicas de valor.

Sin duda, nos queda por delante todo un desafío, desde una línea de transformación positiva, que exige construir un futuro del trabajo, trabajando en el mundo de hoy, transitando hacia nuevos espacios de oportunidad. Nuestra voluntad y capacidad de respuesta definirán nuestra realidad de mañana.

ODS y Desigualdad. Un desafío aspiracional más allá de la Agenda 2030

(Artículo publicado en el Nº68 de la revista HERMES-SABINO ARANA FUNDAZIOA)

No cabe duda de que uno de los síntomas-resultados-causas que caracterizan y representan a las sociedades actuales, a lo largo del mundo, es la DESIGUALDAD. Sean razones inherentes a la geografía económica condicionante de nuestros proyectos vitales, fruto del azar o decisión personal (querida u obligada) de localización, bien por las decisiones de carácter geo político que nos afectan de manera global o local, o como resultado de catástrofes o calamidades (las más de las veces recurrentes, estructurales y sobrevenidas) o por todo tipo de crisis (económicas, sociales, políticas), tanto coyunturales, como permanentes, o, finalmente (casi siempre en origen o por su mala y declinante gestión y/o aprovechamiento), por el ENDOWMENT (posición base heredada), los países, regiones, ciudades, sociedades y personas que vivimos en una situación de desigualdad, real, aparente, extrema o parcial, absoluta o relativa. A estas condiciones causales, de partida, se añaden situaciones agravadas por una dualidad socio económica que se traduce en la posibilidad o capacidad de acceso a la salud, al empleo, a la formación-educación, a la riqueza generable en nuestro entorno, a nuestras interconexiones sociales y, aunque parecieran no tan evidentes, a nuestros patrones y pautas culturales.

Una desigualdad base que a lo largo del tiempo y según nuestras actividades, comportamiento, suerte y/o interacción con terceros, puede mitigarse y/o agrandarse y que, por lo general, como consecuencia del escasamente controlable “ascensor social”, hunde en su parte baja y especialmente difícil a la inmensa mayoría de la gente, limitando a pocos la potencial capacidad de ascenso (por lo general en varias generaciones). Adicionalmente, esta última capacidad de movimiento parecería explicarse en términos de meritocracia (adquirida, obsequiada) que, a su vez, genera una grave sensación de fracaso o culpabilidad en quienes no logran aproximarse a la cúspide igualitaria soñada, considerándose responsables de desaprovechar la llamada “igualdad de oportunidades” que, idílicamente, los hubiera llevado a superar la asimetría de partida.

Este complejo conjunto convergente de causas-efectos obliga a focalizar nuestras miradas en las acciones y políticas de los gobiernos (en todos los niveles institucionales), en las organizaciones internacionales y, cada vez más y con mayor insistencia, en las empresas y agentes socio-económicos y la enorme diversidad de entidades intermedias (con o sin ánimo de lucro), el mundo académico y, por supuesto, la propia sociedad-comunidad, en torno al reclamo generalizable del llamado “bien común”, los principios de solidaridad imprescindibles, y, de forma “simplificada”, estrategias compartidas hacia el desarrollo inclusivo. Su capacidad de respuesta, a través de estrategias, políticas, programas, recursos y estructuras específicas sería la intervención positiva, esperable, para mitigar y/o erradicar las grandes brechas, raíz fundamental de múltiples problemas que nos acompañan a lo largo de nuestra vida, generando, a la vez, un sinnúmero de consecuencias negativas y perversas, acelerando el crecimiento de otras situaciones críticas que destruyen la credibilidad y confianza en la dirección o liderazgo social, la convivencia, la progresiva búsqueda de la prosperidad, la afección a un proyecto compartible y, en definitiva, a la propia democracia.

Una aspiración universal

Ya en el año 2000, la Organización de Naciones Unidas, con la aprobación de su “Declaración del Milenio” comprometió una renovada alianza mundial dirigida a “reducir la pobreza” fijando ocho objetivos, cuya ejecución llegaría hasta 2015 (ODM) contemplando un esfuerzo solidario desde los “países desarrollados” hacia los entonces aún llamados países subdesarrollados (hoy “en desarrollo”), minorando analfabetismo, hambre, falta de educación, desigualdad de género, mortalidad materno infantil, degradación ambiental, además de renegociar la deuda, favorecer mercados justos y diseñar planes de cooperación en origen. Los países, con apoyo financiero y asesoramiento externo, formularon objetivos de desarrollo del milenio.

Resultados parciales e insuficientes provocaron una nueva agenda que nos acompaña, de una u otra forma hacia el 2030. La agenda de desarrollo 2030 retoma las áreas básicas del compromiso permanente hacia los 17 ODS (objetivos de desarrollo sostenible) reescribiendo las aspiraciones globales que conforman una amplia lista que conjuga desafíos y estrategias. Los países manifiestan, de una u otra forma, su compromiso de cumplimiento. No obstante, la diversidad posicional de partida, la desigual capacidad de respuesta de unos y otros, la heterogeneidad natural de prioridades e interpretaciones de cada uno de los objetivos y la manera adecuada de lograrlos, generan un mapa absolutamente distinto entre unos y otros. La extensa interrelación que cada iniciativa o efecto imprevisto provoca en todos y cada uno de los objetivos, lleva a planes, metas, proyectos no del todo alineados y difícilmente sostenibles en el tiempo, altamente voluntaristas y alejados de un control “normativo o impositivo”. Múltiples esfuerzos vienen desarrollándose desde diferentes gobiernos a la búsqueda de la asociación de sus planes y estrategias sectoriales, planes departamentales y/o de país, con todos y cada uno de dichos ODS. Sin duda un gran esfuerzo, una buena aproximación a la integración de respuestas tratando de afrontar la inmensa agenda retadora a la que nos enfrentamos. Desgraciadamente, un esfuerzo absolutamente imprescindible, pero con pronóstico insuficiente ante una realidad inacabable.

Este largo recorrido por transitar se mueve entre dos aproximaciones en apariencia confrontadas: las limitaciones de la escasez y las brechas sobrevenidas con inevitabilidad de una solución imposible, o el “nuevo mundo de la abundancia”. Focalizarnos en el segundo supone priorizar las OPORTUNIDADES transformadoras que, tras tecnologías exponenciales, concepciones de crecimiento supeditado a un desarrollo económico inclusivo, nueva educación y espacios disruptivos, nuevos conceptos de trabajo-empleabilidad y sucesivas reinvenciones de las estrategias de salud, medio ambiente, infraestructuras, gobernanza, prevención, protección y seguridad social y arquitecturas fiscales, filtrados por una revisada prospectiva demográfica con especial acento en natalidad, envejecimiento y migración, posibilitaría un avance hacia la prosperidad, el progreso económico-social, inclusivo, mitigador de la desigualdad. Siempre en una tarea inacabable en la que “todo importa” y toda intervención conlleva una acción o efecto desencadenante en otra tercera.

Hoy damos por buenas respuestas que busquen soluciones integradoras al servicio de personas-planeta y una acción, a la vez, en los ámbitos económico, social, medio ambiental. Siendo esto así, el punto esencial en la cadena de compromisos reside en nosotros mismos en cuanto a actores en nuestras comunidades. Sin embargo, es precisamente este punto débil el que observamos. Una falta de sentido de comunidad que se debilita, día a día, aumentando la desafección con los modelos de gobernanza, con el compromiso solidario con terceros, con una confrontación constante entre partes y agentes, con una búsqueda alternativa hacia el individualismo y ante una creciente “generación de nuevas clases que detectan los modos de reparto y distribución de bienes y riqueza generada”.

En este complejo reto, nos formulamos una pregunta: ¿Servirán las ODS y su Agenda 2030 en curso para limitar la brecha existente y suprimir las crecientes barreras entre diferentes grados de prosperidad, tanto si se refiere a países, regiones o personas?

Se trata de repensar un objetivo aspiracional superior. ¿Cómo motivar y producir un cambio social positivo capaz de generar un cada vez mejor y mayor nivel de bienestar para la sociedad? Un proceso reinventando un verdadero modelo y compromiso de todos los implicados, en transformaciones colaborativas, disruptivas y radicales hacia el desarrollo inclusivo. Estrategia sobre futuribles ODS más allá del 2030.

 

Talento, digitalización y desafío tecnológico para el bien común

(Artículo publicado el 9 de Mayo)

La reciente publicación de dos informes, “El Mapa del Talento” (COTEC-IVIE) y “Digitalización” (Orkestra-Instituto Vasco de Competitividad), permiten cruzar diferente información cara a posicionar distintas líneas de actuación a futuro para nuestro país y sus agentes institucionales, económicos y sociales.

Ambos espacios analizados nos llevan a contemplarlos en un marco más amplio, que pudiéramos concretar en torno a la “tecnología humanitaria para el bien común”, poniendo en valor no ya la importancia de la tecnología en sí misma sino, sobre todo, el uso que se haga de ellas, las posibilidades de acceso real y equitativo a las mismas, bajo principios y objetivos de inclusión. Su necesario control y gobernanza democráticos, su papel eficaz y motivador de una innovación permanente, opciones cualificadas para ofrecer la educación y formación imprescindibles para acceder a ella, para entenderla, dominarla y gestionar su impacto en la sociedad, han de ser objeto de nuestra especial atención. Un dominio propio de su efecto tractor y transformador de nuestros tejidos económicos, de nuestras industrias de futuro, de renovadas Administraciones Públicas, la reimaginación de nuestras ciudades y, por supuesto, las transformaciones y transiciones que unos y otros, a lo largo del mundo, proclamamos en esta cuarta “revolución industrial-económica” en curso y/o la sociedad 5.0 etiquetada inicialmente por Japón, hace ya unos años, volcando las miradas de la digitalización hacia las necesidades y demandas sociales. Transición hacia la economía verde, hacia la economía azul del agua y los océanos, hacia la industria 4.0 y, en base a su carácter transversal, inevitable hacia el uso generalizado de las tecnologías exponenciales (Data, Inteligencia Artificial y Robotización principalmente) con su consideración indisociable en términos del futuro del trabajo, los conceptos de empleabilidad, riqueza y empleo, esenciales para toda sociedad de bienestar deseable.

En este marco y como punto de partida, Euskadi y Navarra, contempladas como Comunidades Autónomas en el Mapa del Talento antes señalado, se sitúan a la cabeza de las Comunidades del Estado (alternando su posición entre la primera y la cuarta según el espacio o bloque de comparación utilizado en los diferentes capítulos del ranking general del Estado español: facilitar, atraer, retener, crecer, capacidades y vocaciones, técnicas y conocimiento). No obstante, al margen de que lo verdaderamente importante no es que tan bien nos situemos respecto de otras comunidades dentro del Estado (situaciones tremendamente desiguales) o de lo mal ubicada España en el contexto internacional, y al margen del valor absoluto de este y todo tipo de rankings, sino la distancia cualitativa que nos separa de los verdaderos líderes mundiales para generar, atraer, retener, gestionar y organizar el talento necesario para el objetivo propuesto.

En términos de la digitalización de nuestra economía, el Informe comparado de Orkestra en el contexto europeo aporta sensaciones positivas, en una posición destacada en el contexto europeo con mensajes alentadores para la transformación industrial, básicamente, perseguible. Euskadi alcanza el séptimo puesto dentro de los Estados Miembro de la Unión europea (UE-28/2020. DESI).

Ahora bien, el salto a las tecnologías exponenciales críticas que habrían de condicionar nuestro futuro exige un sobre esfuerzo no ya de adaptación de estas a nuestras infraestructuras y modelos actuales, sino la necesidad de dotarnos de nuevas competencias y capacidades, de nuevos marcos, infraestructuras y modelos, además de educación y actitudes adecuadas para el nuevo escenario por venir (ya entre nosotros).

Siguiendo las enriquecedoras aportaciones de la Singularity University en sus comunidades de conocimiento en la materia y la Red Experta de Transformación Global del World Economic Forum, así como otras fuentes relevantes (como siempre en apariencia sorprendentes para tratarse de una publicación del Fondo Monetario Internacional), Finanzas y Desarrollo, podemos (o debemos) profundizar en una serie de elementos clave a los que habremos de dar respuesta para el buen uso en la dirección correcta de las oportunidades y beneficios que estas tecnologías de futuro nos ofrecen. Por supuesto, las claves determinantes globales no están en nuestras “pequeñas manos” pero sí la respuesta al impacto que han de tener entre nosotros y nuestro posicionamiento estratégico, diferenciando “consecuencias buenas, malas e indefinidas”, que diría Gita Bhatt, directora editorial de Finanzas & Desarrollo. ¿Cuál es nuestro papel para erradicar o mitigar sus efectos negativo o perversos y cual nuestra mejor respuesta para coger las buenas olas de futuro a nuestro alcance?

Sin duda, no podemos aspirar a liderar espacios que se nos han pasado y para los que no hemos desarrollado nuestro “talento país” y que parecen concentrarse en los grandes jugadores mundiales (Estados Unidos y China) o una Unión Europea que aspira a incorporarse en un cierto tercer papel, pero sí podemos interpretar las plataformas colaborativas, los jugadores asociables y los diferentes roles aplicados a jugar en nuestra limitada dimensión, interconectada. En todo caso, hemos de ser conscientes que asistimos a un cambio radical (peligrosamente excluyente en potencia) para quienes no cuenten con la necesaria capacitación para afrontarlo. Es, a la vez y, por el contrario, toda una oportunidad para aquellos que tomen las decisiones adecuadas, eduquen y formen a su gente, transcienden del diseño académico y lo lleven a la búsqueda de soluciones sociales reales, implementen las aplicaciones transformadoras en sus tejidos económicos, empresariales, sociales, servicios y gobernanza públicos y generan una actitud individual y colectiva acorde con el desarrollo inclusivo por venir.

Es todo un cambio en curso pero que no llegará, tampoco, ni en su totalidad, ni de inmediato, ni supone que fuera de los gigantes “propietarios” del cambio actual, no haya espacio suficiente para construir “nichos” de éxito y prosperidad. La tecnología estará a disposición de todos. Lo relevante es su uso. ¿Qué haremos con ella? ¿Cómo la utilizaremos y controlaremos y gestionaremos? En gran medida está en nuestras manos acometer alternativas (seguramente disruptivas y radicales).

Estamos de lleno en la tecnología exponencial por excelencia que, por supuesto, generará beneficios generalizables si bien en tiempos y asignaciones diversas. Un sí rotundo a esta tecnología, pero acompañada de la inevitabilidad del humanismo, así como de la ética de los datos que conlleva. No podemos, no debemos hacerlo, si no somos conscientes de la necesidad de un desarrollo integrado tecnología-humanidad, siendo este último factor su verdadero vector. Principio y binomio esencial.

Por supuesto, es el momento de las grandes apuestas. Es tiempo de las grandes iniciativas y proyectos tractores e ilusionantes. Nuevos movimientos, nuevos investigadores, nuevos espacios y saltos de la ciencia y la tecnología al servicio de nuevos productos en nuevos conceptos y nuevas oportunidades. Pero, sobre todo, es el momento de las personas. Necesitamos gobiernos y liderazgos sólidos, fuertes, creíbles y de confianza. No puede ser un desarrollo basado única y exclusivamente en el interés particular de una empresa, o de una genialidad, de la visión y perspectiva exclusiva de la ciencia y de quien sea capaz de obtener un resultado exitoso en solitario. Es el momento de las grandes decisiones, de las grandes políticas, de los grandes liderazgos públicos que por definición han de estar al servicio de las sociedades de las que emanan. Es tiempo, más que nunca de la colaboración público-privada, de los valores compartidos empresa-sociedad, de la solidaridad.

Todo un reto político y un verdadero reto social, intergeneracional. Un verdadero reto de las civilizaciones y su evolución. La evolución, las transiciones radicales, las olas de transformación que han acompañado el desarrollo humano se enfrentan hoy a un verdadero desafío. Es tiempo de oportunidades al servicio de la sociedad.

Hoy, pendientes de pasos transformadores de la mano del maná del EU Next, pensemos en auténticos retos y desafíos. La oportunidad para dar un paso hacia adelante.

Cumbre Climática, más allá de lo verde…

(Artículo publicado el 25 de Abril)

Con ocasión de la agradable tradición catalana de celebrar el día de San Jordi, 23 de abril, con su intercambio de regalos, libros y rosas, recibí, entre otros, “Love letter to the Earth” (Carta de amor a la tierra) de Thích Nhat Hanh. El libro llegaba puntualmente a la crónica periodística de la reciente “Cumbre virtual para el cambio climático”, ratificando el compromiso del presidente estadounidense Joe Biden con el control, reducción y eliminación de emisiones de gases invernadero en fases sucesivas hasta el próximo 2050.

Precisamente en el momento en que los diferentes gobiernos, congresos, ciudadanos, incorporamos en nuestras estrategias, modelos de trabajo y/o de negocio y compromiso (se supone que decidido y firme) una apuesta radical por el planeta en nuestras propuestas, normativa de desafíos y las llamadas transiciones disruptivas de transformación, el autor empieza por recordarnos que “la tierra no es solamente el entorno en el que vivimos, la naturaleza que observamos, disfrutamos y en múltiples ocasiones sufrimos con sus reacciones propias en términos de catástrofes, o el medio ambiente como descripción general, sino que somos la Tierra en sí misma y siempre la llevamos y tenemos dentro”. Sería, en consecuencia, “un ser vivo en sí mismo, lo que habría de provocar la vocación de modificar nuestra relación con ella en una doble complicidad de supervivencia: el suyo y el nuestro”. Y bajo estas premisas, un largo e intenso canto a sus diferentes “cartas de amor a la tierra” para fijar lo que, fríamente, podríamos traducir como ejes de transformación y políticas de acción para guiar una “transición verde” como la que venimos incorporando en nuestro día a día.

La “Cumbre del Clima”, celebrando “El día de la Tierra”, con la participación de casi 50 líderes mundiales (incluido el Papa Francisco), luce “la vuelta a casa de los Estados Unidos”, abandonando el negacionismo de Trump para compartir reflexiones y proyectos-compromisos comunes, desde las diferentes realidades y posibilidades de cada uno. En esta ocasión, como una gran mayoría de los implicados, no se aborda el desafío en términos de barreras o costes (impuesto con los que convivir o evadir) sino en términos de oportunidad. Se trata de transitar hacia nuevas formas de entender el crecimiento y desarrollo económico, alternativas fuentes de creatividad, innovación y riqueza, reimaginación de industrias, renovación energética, generación de empleo, orientación de las tecnologías del futuro y, sin duda, las nuevas ingenierías financieras y fiscales que están por venir.

Los horizontes y marcos normativo-presupuestarios que se vienen convirtiendo en leyes, programas y puntos de llegada y transformación (Un mundo neutro en términos energéticos, un grado más o menos de la temperatura global objetivo, fechas de caducidad para la matriculación de automóviles, lo que supone toda una revolución en la automoción, explorar la aplicabilidad practica y viable de la energía marina, además de la eólica, solar y del redescubierto hidrógeno verde…) marcan caminos de auténtico cambio.

Por tanto, no se trata tan solo de señalar la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero que podría motivarnos más o menos como para provocar nuevas actitudes, políticas y asignación de recursos, sino un verdadero elemento tractor que posibilite actuar en espacios innovadores de futuro, tecnologías, industrias y soluciones convergentes con un objetivo claro que podría simplificarse en tiempos románticos en “nuestro amor por la tierra” .El autor propone su propio recorrido que, en lo personal, me parece excesivamente filosófico y particular con múltiples derivas que me resultan difíciles de interpretar y compartir. Ahora bien, nos quedamos con el mensaje base.

En esta Cumbre, 17 países responsables del 80% de las emisiones de gases de efecto invernadero proponen todo tipo de iniciativas para abandonar, progresivamente, su recurso a fuentes fósiles, adecuando todo tipo de iniciativas, no solo con acompañamiento tecnológico o manufacturero, sino con una mirada adicional a la propia naturaleza, al ámbito rural, a la industria agroalimentaria y, sobre todo, a la clusterización de las actividades económicas interrelacionadas con todas ellas. La necesidad de encontrar, a gran velocidad, sustitución de las fuentes generadoras de energía, las pautas de consumo obligan a una verdadera revolución. Pero no una revolución cualquiera, sino parafraseando a un conocido partido político latino americano con decenios en el poder gubernativo, “un movimiento revolucionario institucional”. Es decir, dirigir, promover, ordenar una dinámica hacia un objetivo viable, entendiendo no solamente las posibilidades reales, sino los tiempos necesarios, los recursos económico-financieros alternativos, la recualificación de los empleos en restructuración, el acceso real y equitativo a las tecnologías, la institucionalización (empresarial, pública y de gobierno) imprescindibles para su logro. Dirigir y gestionar dicha transición exige gestionar su impacto social (el presidente de México, López Obrador, con menos focos que los del mensaje de Biden, abordará un compromiso con las “olas migratorias” de América Latina y la preocupación compartida por líderes africanos animando a sus colegas a incorporar esta línea de preocupación y objetivos en el complejo puzle por resolver.).

“Cambio Climático” que no puede ignorar, en estos momentos, su interacción con el mundo de la salud. En plena pandemia (inevitable no escaparnos de esta fatiga permanente), la constatación de potenciales informaciones, el peso del medio ambiente y su calidad en la salud, resultan evidentes.

En definitiva, más allá de la clásica preocupación atribuida en otros momentos al “ecologismo militante”, en gran medida movilizados por actores antisistema y que, en muchos casos, boicotearon y/o destruyeron iniciativas hoy señaladas por ellos mismos como las “verdaderas apuestas de futuro”, la defensa y apuesta estratégica por el planeta, manifestada de diferentes maneras, ve en estos tiempos, un enorme espacio de oportunidad. En este recorrido, además de la responsabilidad exigible a los diferentes gobiernos, son las empresas las que están realizando un enorme esfuerzo real de transformación. No solamente aquellas directamente implicadas por las industrias, tecnologías, productos, en que se ocupan, sino todo tipo de campos. Movimientos de ESG que, en principio de forma voluntaria, y cada día más, ya sea auto exigiéndose o por diferentes regulaciones gubernativas, orientan en sus inversiones y modelos de negocio hacia logros que responden a estos tres grandes objetivos e indicadores convergentes: medio ambientales y sostenibles, económicos y sociales, además de un buen gobierno corporativo, junto a su inherente y evolutiva responsabilidad social en las comunidades en las que opera y, sobre todo, cada vez más, hacia una enorme transición en la dinámica del valor compartido empresa-sociedad.

Cambios rápidos, sostenibles, multiobjetivo al servicio del planeta y, sobre todo, de las personas, es el reclamo de la ONU, como mensaje general de esta y otras Cumbres que le sucedieron. El esfuerzo de los “Acuerdos de París” del 2015 vuelven sobre la mesa, actualizados, con diferentes planes y programas extendidos (y, en apariencia, compartidos. Reclamo atendido en compromisos y estrategias en curso. Un largo camino por recorrer.

Sin duda, efectivamente, de alguna manera, “una nueva carta de amor a la Tierra”.

Biden: empleo para repensar el futuro de América

(Artículo publicado el 11 de Abril)

En Euskadi-Europa, a la espera del EU-NEXT GENERATION como vehículo tractor de extraordinarias expectativas transformadoras hacia un futuro diferente una vez que “sus transiciones guía” (economía verde, digitalización, manufactura especializada e inteligente…) se materialicen y se clarifique su alcance y contenido, traducidos en iniciativas concretas. Los tan anunciados fondos europeos superarán, más tarde que pronto, los procelosos pasos de aprobación y, de una u otra forma, terminarán financiando y/o subvencionando múltiples proyectos que, confiamos, respondan a una verdadera apuesta estratégica, innovadora, y no se diluyan en un reguero de parches cortoplacistas para “volver a una vieja normalidad”, incremental de planes y presupuestos históricos. De momento, incertidumbre tanto en el monto asignable, el tiempo de su materialización, el reparto (por Estado miembro, región, proyecto, empresas, beneficiarios), mecanismos de gestión y su destino estratégico o táctico, rodeado de recelo hacia Moncloa, observando cómo se han anticipado recursos futuribles en el gasto ordinario de ministerios y agencias públicas, bajo el pretexto de que casi todo cabe en un cajón “digitalizable o sostenible”, sin señales de cambio ni en orientaciones transformadoras, ni en “nuevas estructuras” facilitadoras su gestión.

Del otro lado del Atlántico, la Administración Biden-Harris ha lanzado su “Moonshot” (“Tiro a la Luna”) en forma de Plan de Empleo como mensaje nítido y movilizador de los Estados Unidos, no para volver a la normalidad previa a la COVID, sino hacia un proceso amplio de reimaginación y reconstrucción de una nueva economía. El Plan de Recuperación y Reconstrucción (Build back betterReconstruir mejor-) no solamente supone una inyección única de 3 trillones de dólares, sino que se estructura  en cuatro espacios claros, diferenciados, a la vez que coherentes e integrados: el primer gran reclamo por las infraestructuras generadoras del empleo hoy demandado, reorientando sus capacidades laborales y oportunidades vitales hacia los nuevos escenarios de futuro ( “Hoy empleo, mañana riqueza y bienestar”), con un segundo paquete complementario al servicio del acceso real a la salud (no a las ofertas y prestaciones de hoy, sino a las de mañana) los cuidados y, en especial, las necesidades de poblaciones vulnerables, con singular incidencia en la población infantil. Una apuesta que supone la creación de millones de empleos, reconstruir y dotarse de una nueva infraestructura y reposicionar el país en su declarada competencia entre superpotencias (ellos y China). Si Kennedy propuso llegar a la luna ganando la carrera espacial y movilizar a todos para lograrlo, Biden invierte en “el agujero deficitario” de las infraestructuras sobre las que construir un nuevo espacio de competitividad y prosperidad creando el empleo de hoy y, sobre todo, la base del futuro.

Así, la apuesta estadounidense concentra en infraestructura y empleo los sencillos vectores de su ansiada riqueza, bienestar y liderazgo global, en y desde casa. Su propia “China o India” se construyen desde sus necesidades y oportunidades domésticas. Su apuesta recuerda una de sus grandes deficiencias comparadas (número uno en riqueza, décimo tercero en calidad de su infraestructura y un descenso de más del 40% en inversión pública en las últimas décadas). Partiendo de la evidencia que recoge su narrativa describiendo el colapso y deterioro de sus carreteras y puentes, aeropuertos, puertos y red hidráulica y su vulnerable, insuficiente y anticuada red eléctrica, la desigual brecha social fuente de una no homogénea capacidad de acceso al internet de alta velocidad y a una vivienda insuficiente y de mala calidad, generadora de barrios y espacios marginales, foco de desapego, desconfianza y bajas condiciones socio-económicas de vida, no solo propone obra  pública, ladrillo y cemento, sino caminos de futuro. Infraestructuras “inteligentes” al servicio de la investigación y el desarrollo, la renovación de todo espacio público (salud, educación, cuidados), con un claro incentivo “discriminador” en favor de las comunidades vulnerables, deprimidas, rurales, buscando integración, equidad y desarrollo económico e inclusivo, insistiendo, de manera permanente, en la debilidad de la mujer con mayores tasas de desempleo y diferencias de género observables en la práctica totalidad de indicadores comparados.

La receta Biden parecería tan antigua como las políticas de distanciamiento social y aislamiento, base de la respuesta pandémica al COVID-19, a la espera de la ciencia-salud-manufactura-logística-organización para proporcionar soluciones farmacológicas y terapéuticas sin colapsar los servicios de salud existentes y promover una recuperación económica lo menos perjudicial posible. Sin embargo, se trata de repensar y rediseñar hacia una nueva (diferente) economía, tanto en cuánto a objetivos previstos, como a instrumentos, modelos y tiempos para su aplicación. Un amplio programa con iniciativas y proyectos prioritarios identificados que suponen bases para un futuro complejo, por llegar, exigente y demandante de nuevas capacitaciones laborales, nuevas complicidades público-público y público-privadas, reconsideración de su generalizado modelo de ciudades y extrarradios. Su “plan de infraestructura” cobija al mundo “soft” de redes de atención y cuidados en salud, sociosanitarios y comunitarios, rehabilitar más de dos millones de viviendas… Un plan que se dota de nuevos marcos normativos facilitadores (o en ocasiones de obligado cumplimiento) del trabajo formal, de participación de trabajadores en las empresas y comunidades beneficiarias, acceso a la salud y a la formación en diferentes niveles, bajo un “Made in America Tax Plan” (Plan Fiscal para un “hecho en América”) promoviendo la inversión corporativa en el país, reforzando o completando redes de suministro y cadenas de valor. Un Plan de “Inversión de Pago Único”. Es decir, un esfuerzo de hoy, concentrado en un plazo inmediato y urgente, a diez años, creador de empleo de calidad hoy y con consecuencias globales futuras.

El Plan Biden ha incorporado a su propuesta al Congreso (ya en curso en sus líneas y presupuesto base), el complemento de una “Ley de Reforma y Reconstrucción” que recogerá las recomendaciones y mejores prácticas analizadas tanto en diferentes “planes de reconstrucción” a lo largo del mundo, como la “reforma de la Administración Pública Federal” para agilizar y desburocratizar procedimientos, autorizaciones, mecanismos e instrumentos de acceso a fondos y gestión, así como una revisión en profundidad de “las lecciones aprendidas” durante la COVID. El carácter excepcional de la pandemia llevó (a lo largo del mundo) a transitar nuevos espacios colaborativos, simplificación administrativa por “razones de urgencia”, evidencia de burocracia recurrente de escaso valor añadido, limitaciones de respuesta, obsolescencia de instrumentos y mecanismos existentes y, en definitiva, “nuevos procesos en la toma de decisiones”. También aquí se trata de no volver al pasado, sino dar un gran salto hacia el futuro. Así mismo, el plan incluye múltiples iniciativas “formativas y acompañantes” a las corporaciones locales, trabajadores, agentes implicados para su capacitación técnica, profesional y gestión. Una vez más, premia en el monto de los apoyos previstos, aquellas iniciativas colaborativas, consorciadas y comunitarias; sostenibles.

Construir un nuevo espacio de prosperidad, reimaginando las infraestructuras (de todo tipo) hacia las demandas y oportunidades futuras, más resilientes, desde su capacidad tractora y generadora de empleo (uno de mayor calidad, formalidad y bajo nuevos modelos de contratación y participación laboral), renovando la obra y servicios con un efecto directo en la comunidad. Un efecto tractor de la empresa repensando su rol a lo largo y ancho de sus diferentes cadenas de valor, asumiendo el “inicial y aparente sobre costo” de una combinación local y global que no solo mitigue una potencial ruptura en el abastecimiento, sino que posibilite un impacto directo, esencial, en el desarrollo endógeno, con una visión completa de la competitividad y el bienestar más allá del coste laboral individualizado.

No es ni el único, ni el mejor “plan de recuperación”. Sí es un plan adecuado a las necesidades actuales de su país, reposicionando su papel en el mundo, creando el empleo imprescindible para hoy y base para las oportunidades y desafíos de mañana. Una apuesta movilizadora respondiendo a urgencias del momento a la vez que generando las potenciales bases para un futuro deseable.

La magia de un “Moonshot”, imaginativo y soñador, acompañado de planes, programas, iniciativas y decisiones “comprehensivas”, con instrumentos, recursos y financiación extraordinarias que lo hagan posible. Como todo intento estratégico, inductor de pensamiento creativo y disruptivo, interpela a quienes dirigen, en diferentes niveles de responsabilidad, comunidades y organizaciones de todo tipo, a lo largo y ancho del país, para explorar las oportunidades que ofrece el futuro, anticipándose, reposicionándose y aspirando a resultados en apariencia complejos y lejanos. Propone creer en un escenario futuro diferente, y, sobre todo, comprometerse para hacerlo posible. Su magia está en visualizar un escenario real, desde las fortalezas y debilidades actuales, esforzándose en un proceso de cocreación y coprotagonismo. “No es cosa de ellos” o de “los otros”, sino de “nosotros”, “de mí”. Un proceso construible desde la solidaridad, el esfuerzo, la responsabilidad, la confianza. El escenario aspiracional buscado no se generará de forma espontánea por sí solo. Se construye, paso a paso, con mensajes, horizonte y medios claros.

Si Estados Unidos lleva a su Congreso “mejores prácticas” de las que aprender, no será un mal ejemplo para otros. En un mundo en el que todos aprendemos de todos y de todo (incluso de nosotros mismos), echar un vistazo a lo que nos rodea facilita diseñar nuestro propio, diferenciado y único camino.

Una semana para la política industrial. Un largo camino hacia la prosperidad

(Artículo publicado el 28 de Marzo)

La inclusión en el Orden del Día del Consejo Europeo celebrado jueves y viernes de esta semana de la llamada “nueva estrategia de política industrial” para Europa, ha dado lugar a múltiples eventos en torno a “la semana de la política industrial” que se ha generalizado no solo a lo largo de la Unión Europea sino, por contagio, a lo largo del mundo occidental, reforzando múltiples planes e iniciativas que, de manera recurrente, aparecen y desaparecen entre los debates prioritarios en diferentes países.

La apuesta europea por una renovada política industrial se viene configurando en los últimos años, desde llamamientos al “Renacimiento Industrial”, documentos, programas e iniciativas en progresivo avance y reflexión, nuevos instrumentos facilitadores, comités asesores y redes de expertos, en un proceso que, a su vez, genera iniciativas diferenciadas en cada uno de los Estados Miembro y, dentro de éstos, opciones en ocasiones discordantes entre agentes institucionales, empresariales y sociales. De una u otra manera, la corriente “mayoritaria” entiende que aquellos países y regiones que destacan en su “etiqueta industrial” no solamente responden mejor a las diferentes crisis, sino que, en sí mismos, generan mayor riqueza, cohesión económica, social y territorial y suponen un impulso relevante en los campos de la innovación, el desarrollo tecnológico y la empleabilidad formal y de calidad. Marco generalmente aceptado dejando para el debate permanente el grado de intervención pública, las dotaciones presupuestarias, la selección o no de “ganadores” y empresas específicas de actuación, “industrias estratégicas” y su interacción con los espacios de competencia, mercado, sector público empresarial y la siempre controvertida discusión comunitaria respecto de “las ayudas de estado”, la velada oculta acción (o veto) de oro de determinados gobiernos y la orientación interventora en empresas en crisis y dificultad o en “proyectos de futuro”.

La sesión del Consejo Europeo, de una u otra forma, ha relegado el debate profundo sobre tan importante materia, debido a la importante y complicado asunto de la vacunación anti-COVID que ocupa, como no podría ser de otra manera, la prioridad en las Agendas. Este hecho (que dicho sea de paso, también tiene mucho que ver con la política industrial europea y sus propias fortalezas en industrias críticas como la salud, farmacéutica, bio sanitaria, competencia, innovación… altamente interrelacionadas) deja un tanto inacabada la reflexión en torno a las directrices de “autonomía resiliente” que parecería prefijar la apuesta diferencial de la “nueva política industrial europea”, en lo que parecería no tanto un mensaje de fortaleza diferencial competitiva, con una proposición única de valor, adecuada a la potencialidad de la Unión y sus diferentes piezas (Estados Miembro, regiones y tejido industrial), fuente de una aspiración de co-liderazgo y éxito, sino, más bien, una respuesta un tanto defensiva ante dos bloques o superpotencias ganadoras: China y Estados Unidos, cuyas respectivas políticas industriales, tecnológicas y de innovación libran sus confrontaciones particulares. Su formulación viene condicionada por la pandemia padecida y la resistencia adaptable a una respuesta separadora de los problemas y barreras preexistentes y con una voluntariosa búsqueda de “autonomía” o espacio propio no seguidista o dependiente de las decisiones de las dos superpotencias nacionales.

Un enfoque así, sugeriría asumir un rol secundario lejos de explorar y potenciar sus “espacios de oportunidad” en aquellos nichos o puntos de contacto que se generarán entre estos bloques imperfectos, convirtiendo en ventajas competitivas muchas de sus claves diferenciadas y de alto valor añadido, entendiendo de manera correcta el rol a desempeñar por los agentes de un tejido empresarial capaz de implicarse en las renovadas cadenas “regionales” de valor que, o bien como nuevos potenciales sustitutos o complementos de las cadenas globales preferentes, respondan a experimentadas crisis, colapsos o reservas estratégicas de seguridad y eficiencia competitiva (que se han dado y se seguirán dando a futuro). Europa hoy, tras las importantes decisiones tomadas en esta última crisis pandémica, ha reaccionado de forma positiva en su doble vector de “rescate social” inmediato atemperando el efecto negativo del Crash pandémico y la inevitabilidad de una intervención pública sin precedente, abrazando el endeudamiento intergeneracional de larguísimo plazo (con un hipotético esquema financiero facilitador, a su vez, de la descarbonización de la economía, motor de la transformación industrial, energética y medio ambiental) y su apuesta por un EU-Next que dibuja un espacio a ocupar por las transiciones digital, energética-verde, azul (agua, océanos) y alimentaria, básicamente, capaz de traccionar una verdadera transformación. El EU-Next y los fondos complementarios en diferentes fases de aprobación e implementación, conformarían los pilares sobre los que construir la proclamada “resiliencia autónoma” que vendría a conformar una renovada concepción integradora del mercado único, de la competitividad inclusiva y la renovación tecnológico-innovadora europea. Su logro plantea, todo un reto capaz de desmontar el complejo consenso -al estilo europeo- de ritmos, programas, presupuestos y tiempos entre los diferentes y desiguales Estados miembro, sus regionalizados modelos y tejidos microeconómicos, sus conceptos ideológicos propios marcando muy diferenciadas posiciones de partida, ecosistemas en estadios de desarrollo y capacidades más distantes de lo que parece, y, por supuesto, sociedades, instituciones y agentes socio económicos con muy distintos grados de compromiso, vocación y voluntad y percepción de una política industrial. Las primeras señales que observamos parecen traducirse no en grandes palancas de transformación sino, más bien, utilización de cortas miras de fondos al servicio de ajustes presupuestarios, distribución horizontalizadas y excusas recentralizadoras de gobierno.

Es un momento en el que no podemos perder la oportunidad para reforzar una verdadera apuesta de política industrial, motor de las transformaciones deseadas, guía de las preferencias de aplicación de las tecnologías de carácter general que habrán de cambiar el mundo que conocemos, orientadoras de la reformas educativas y formativas que hemos de abordar de forma acelerada y repensar los instrumentos de interacción pública en el espacio colaborativo público-privado esencial para el logro compartido, generando riqueza, empleo y bienestar.

Al mismo tiempo, “la autonomía resiliente” no puede abstraerse de los espacios de las superpotencias china y estadounidense sino, por el contrario, ha de esforzarse en la máxima interconexión que nos posibilite participar, como coprotagonistas en diferentes grados y tiempos, de esa cocreación de valor a lo largo del tiempo. Hemos de ser conscientes que, también, su desacoplamiento (por momentos parecerían dos superpotencias totalmente aisladas y confrontadas), ni es una barrera insalvable, ni mucho menos permanente. Uno y otro modelo tienen sus propias diferencias, sus propias lagunas y asignaturas pendientes y pueden (deben) encontrar en Europa, algunos elementos a incorporar en sus soluciones.

Mientras el Consejo Europeo aprueba sus directrices, Estados Unidos intenta incorporarse a la nueva política industrial de Biden. “Made in all of America, by all of America’s workers” (“Fabrica todo en Estados Unidos por todos sus trabajadores”) pretende superar el “America First” (“USA primero”, de Trump) o el anterior “Bring back home” (“Traerlo de vuelta a casa”, de Obama), alentando, sobre todo, a sus grandes corporaciones globales a replantear sus políticas de inversión, de fabricación y cadenas de valor en países terceros, reformando sus planes de competitividad, sus modelos de negocio y, en definitiva, la política industrial estadounidense. Biden proclama que la industria americana ha de ser el auténtico “arsenal de la propiedad estadounidense” y que esto exige gobiernos (federales y estatales) potentes, comprometidos, alineados con una política industrial decidida en apoyo y guía a una estrategia completa, innovadora. Una amplia batería de ordenes ejecutivas y obligaciones específicas en las compras públicas, beneficios al servicio de las empresas y trabajadores, inversiones en infraestructura al servicio de la manufactura y sus servicios y tecnologías asociadas, investigación y desarrollo, fortalecimiento de cadenas de valor y suministro, logística y transporte (con especial impacto en la industria marítima y fletamento), se han puesto en marcha.

China, a su vez, avanza a gran velocidad en su carrera tecnológica, educativa y “grandes jugadores”, esforzándose en su aún no suficientemente potente tejido empresarial articulado, a gran velocidad desde la potencia de su estrategia complementaria de infraestructura, alianzas exteriores y retorno/captación de talento, reduciendo sus gaps a pasos agigantados.

Todo un reto desde una extraordinaria oportunidad. Es un buen momento para aprovechar los vientos favorables hacia conceptos inherentes a la política industrial, base de la competitividad y el bienestar. En Euskadi lo sabemos bien. Forma parte relevante de nuestra cultura. Seguimos construyendo desde esta sólida base, identifiquemos con claridad los nuevos rumbos y redoblemos nuestras apuestas de futuro.

Confiemos en que nuestros “aliados necesarios” no malgasten recursos y palancas disponibles para “jugar a todo” y que comprometan sus esfuerzos, siempre arriesgados, en verdaderas estrategias e iniciativas industriales transformadoras. No se trata de señalar ganadores excluyentes, sino de diseñar e implementar instrumentos y procesos colaborativos al servicio de la prosperidad en una bien entendida competitividad. Proceso inacabable que se construye día a día a lo largo del tiempo.

Empresa, sociedad, grupos de interés o agentes implicados

(Artículo publicado el 14 de Marzo)

Uno de los debates de mayor intensidad en el mundo económico pasa por la transición desde el poder del accionista o propietario de las empresas hacia “la sintonía de interés y poder distribuido” entre el conjunto de los “stakeholders” (o grupos de interés: accionistas, gobiernos y todos los agentes implicados en la actividad económica, así como las diferentes representaciones autorizadas de las comunidades y/o sociedades en las que operan). La corriente generalizada apunta a las bondades que parecerían desprenderse de la participación de todos en la fijación de objetivos, en la generación de valor y en su distribución entre todas las partes. Se sobre entiende que quienes contribuyen a generar valor empresarial (económico y social) desean participar en la toma de decisiones, tienen voluntad real en asumir la necesaria aportación del capital requerido, se comprometen con el riesgo que conlleva la sostenibilidad empresarial en cuestión, entienden y hacen suya su responsabilidad con la sociedad en general y próxima en la localidad o localidades en que desarrollan su actividad y reconocen el rol relevante de los gobiernos e instituciones de distintos niveles cuya interacción (activa o pasiva) explica parcialmente la cuenta de resultados finales. Se asumiría, también, que dicha disposición y preferencia por asumir dicho rol se extiende en tiempos de bonanza, de crisis, declive y, en su caso, ante proyectos fallidos. Esta visión subyace en la apuesta por el llamado “stakeholderismo” (todos los implicados y sus diferenciados intereses al servicio de un objetivo compartido) con cualquiera de sus adjetivos complementarios: capitalismo, cooperativismo, emprendimiento…

Se trata de todo un modelo colaborativo, una filosofía enriquecedora de las partes y del todo, solidaria, responsable e inclusiva. Sus diferentes versiones se visten de las llamadas empresas del ESG (resultados económicos, sociales, gobernanza sostenibles) que según encuestas a lo largo del mundo, serían las deseadas por las generaciones de los millennials, por los principales inversores liderando el “nuevo mundo” de los mercados de capitales y emprendedores de éxito, o la creciente movilización en torno a modelos de “valor compartido empresa-sociedad” que penetran en el núcleo empresarial líder destacando en “las mejores empresas del futuro” y las preferidas por los trabajadores de alta cualificación para desarrollar su carrera profesional, así como el mundo cooperativo y de la economía social. Estaríamos, así, en la esencia transformadora de la empresa, en un nuevo marco de progreso superador de la individualidad, en una corriente colectiva mitigadora de la desigualdad, apostando por una base suficientemente sólida sobre la que afrontar una inmensa mayoría de los desafíos globales de primer orden. El futuro del trabajo, la empleabilidad de la gente (joven y no tan joven), la capacidad recaudatoria demandada por los gobiernos, países y ciudadanos demandantes de soluciones a necesidades sociales, la pervivencia requerida de un Estado social de bienestar financiable de forma permanente, estarían próximos a un logro compartido gracias al esfuerzo responsable de todos, a nuestra capacidad “negociadora” para fijar objetivos comunes y a un reparto equitativo de responsabilidades, esfuerzo, compromiso y, por supuesto, sana participación en resultados.

Sin embargo, la realidad dista mucho de estas aproximaciones idílicas. Según el rol que en cada momento jugamos en sociedad, asumimos un “interés” distinto y exigimos la cuota correspondiente (siempre a costa de los demás), haciendo que la confrontación presida no ya un contraste dialogado a la búsqueda de un equilibrado reparto entre compromiso y esfuerzo generador de valor y participación-riesgo-resultados finales debidamente distribuidos.

Hoy, cuando nos preguntamos si el mundo por venir responderá a las, en apariencia, inevitables rupturas de dinámicas existentes, para comprometernos en transformaciones radicales para transitar hacia un futuro diferente, no parece que estemos dispuestos al esfuerzo exigido.

Klaus Schwab, director ejecutivo del World Economic Forum desde su fundación, en su reciente libro: “Stakeholder Capitalism: A Global Economy that Works for Progress, People and Planet” (Una economía global que trabaja por el progreso, las personas y el planeta), dando por sentada la naturalidad de una respuesta inevitable hacia la “reinvención de empresas, gobiernos y sociedad” bajo el común denominador de la “colaboración enriquecedora”, hace un llamamiento al esfuerzo colectivo. Manifiestos empresariales, “cantos a los accionistas e inversores en general”, llamamientos ciudadanos, demandas de nuevos modelos de relaciones laborales y de contratos sociales, “comisiones y arquitectura fiscal” y objetivos prioritarios encaminados a mitigar las desigualdades, proliferan en todo foro o mensaje en curso. La cuestión clave es si estas ideas y elementos transformadores calarán en nuestra forma de vida. ¿Alumbrarán nuevos caminos a seguir?

La gran duda no está solamente en el marco de las empresas (de todo tipo) como unidad básica de creación de valor y desarrollo económico-social. ¿Es o será una práctica compartida en el seno de la industria de la política y sindicalismo o asociacionismo intermedio colaborador entre agentes diferenciados, de los gobiernos y la función pública? ¿Será dominante en las actitudes y mentalidades individuales?

Esta semana, al recordar el primer año de la convivencia con la pandemia del COVID-19 declarada el ya, en apariencia lejano 11 de marzo del 2020, por la OMS, la literatura económica, social y médica (o socio-sanitaria para ser más exactos), así como los medios de comunicación/redes sociales, invaden, entre otras muchas cosas, el debate y reflexión en torno al valor “protector” que las políticas públicas, los gobiernos, los funcionarios y sus trabajos esenciales han jugado en esta grave crisis. Su trabajo ha resultado esencial y refuerzan un amplio debate en torno al sector público, al ámbito de las administraciones públicas y, en letra pequeña y voz no demasiado audible, la interacción público-privada. En este reclamo y debate resulta imprescindible introducir, con fuerza, el verdadero papel diferencial, productivo, eficiente y solidario (además de subsidiario) que ha de jugar cada mundo, interconectado y en colaboración, desde su propio espacio y responsabilidad pero, sobre todo, con un verdadero compromiso de cocreación de valor económico-social sostenible, alejado del creciente “dualismo” entre sociedades que parecen avanzar separadas, cada vez más, por una brecha que profundiza en un abismo motor de confrontaciones, percepciones discriminatorias y peligrosas franjas de marginación.

Volviendo al planteamiento base de Klaus Schwab, merece la pena referirse a su planteamiento como una línea alternativa (más bien integradora) de lo que él considera dos modelos contrapuestos que parecerían imperar en la generación de riqueza y su distribución y que ya sea juntos y/o complementarios han permitido, a lo largo del tiempo, generar crecimiento económico, progreso social y enormes beneficios a lo largo del mundo pese a que el escenario final resultante muestra espacios de desigualdad en términos de renta, riqueza, bienestar y oportunidades. Un escenario que parece profundizar en una preocupante desafección respecto de gobiernos, instituciones y movimientos de soluciones colectivas y compartidas, y un consecuente deterioro democrático. Los dos extremos visibles reflejados en la economía occidental avanzando desde el Shareholder (control y poder de decisiones desde la propiedad privada) o en el Stateholder (control y poder estatal y/o del sector público) hacia un nuevo espacio intercomunicado, subsidiario, solidario y cocreador de valor empresa-sociedad, personas-planeta, parecería sugerir la adecuada respuesta compartida desde las bondades y compromisos de todos los agentes implicados. Balance entre compromisos, responsabilidades, esfuerzo y resultados.

Un mundo cambiante con suficientes señales que anuncian el camino hacia un espacio colaborativo y compartido. ¿Utopía o posibilismo complejo?