Competitividad, Prosperidad y Territorio

(Artículo publicado el 23 de Diciembre)

La publicación de un estudio comparado (Consejo General de Economistas de España) de la competitividad regional en el Estado español, irrumpe estos días en el debate “territorial” que al cobijo del “Procés catalán” y de los resultados electorales de Andalucía, viene ocupando los espacios mediáticos de fin de año en el marco de la incertidumbre generalizada en la economía mundial traducida en demoledores resultados bursátiles globales, que afectan al bolsillo y al ánimo de millones de inversores y ahorradores. Los grandes titulares del citado informe destacan que Madrid, País Vasco Navarra y Catalunya ocupan los primeros lugares (a la vez que el País Vasco sería el líder en productividad) con unos índices hasta 250% superiores a los de Extremadura, Canarias y Andalucía. Estos resultados, estructurales, no difieren respecto a años anteriores.

El informe merece algunas consideraciones.

La semana pasada, acudía a mi cita anual de la MOC Faculty en la Universidad de Harvard (Workshop anual de la red de profesores e investigadores de la Red de Microeconomía de la Competitividad que integra a 120 Institutos y Universidades en 65 países, bajo la dirección del profesor Michael E. Porter). Como es habitual, el repaso a los temas candentes sobre la competitividad y el repaso a las principales líneas de investigación y práctica que en materia de competitividad se vienen desarrollando, permitió, en esta ocasión, insistir en algunos elementos esenciales que suponen el concepto COMPETITIVIDAD y, sobre todo, su traducción en estrategias de las empresas, de los gobiernos y de los territorios (ciudades, regiones, naciones) a la búsqueda de la prosperidad y bienestar de las personas. Así, conviene recordar, con claridad, aquello de lo que estamos hablando cuando usamos el término competitividad: “Una nación o región es competitiva en la medida que las empresas y agentes socioeconómicos que operan en ella son capaces de competir, con éxito, en la economía regional y global, elevando salarios y estándares de vida, de forma sostenible, para sus ciudadanos medios”. Definición y resultados que implican prosperidad que no es sinónimo de crecimiento económico, integrar el desarrollo económico con el desarrollo social de manera inclusiva y simultánea, actuando sobre la totalidad de los verdaderos determinantes del valor esperable (con una verdadera propuesta única y estrategia diferenciada en cada empresa, en cada región y en los propios gobiernos en todos sus niveles institucionales),con una “estrategia de país” y no multicidad de programas, proyectos o planes sectoriales escasamente coordinados y orientados hacia un fin determinado, la calidad y eficiencia de sus instituciones, su entorno empresarial y de negocios alineado con el bienestar colectivo y la generación de riqueza y empleo, su capital humano tanto en “stock” conocimiento acumulado como interrelacionado entre los diferentes colectivos y agentes, el grado de clusterización interrelacionada y eficiente de su economía abarcando todo tipo de actividades e industrias conectables, un adecuado proceso de interacción público-privada y público-público ,y la “organización país” para la estrategia compartida. Actuar de forma correcta -y simultánea- en todos estos elementos es lo que permite, al final, explicar un resultado positivo y hablar de competitividad.

Dicho esto, conviene recordar la relatividad de los índices e indicadores que proliferan por el mundo. Son muchos los “índices de elaboración propia” que parecerían medir lo mismo y que, sin embargo, difieren de forma considerable. En este sentido, el marco de competitividad que utilizamos en el MOC de Harvard, con largo recorrido histórico, pone el acento en el Índice de Progreso Social y el Índice de Competitividad que distingue y compara según el peso de la economía y el desarrollo social y económico integrados y el peso determinante de la productividad. Conviene recordar la importancia de utilizar índices homologados a lo largo del mundo de modo que se facilite comparar peras con peras y no acumular informaciones dispares al servicio de intereses particulares y temporales. Baste señalar el ejemplo de Estados Unidos, liderando la Competitividad en términos PIB (por simplificar), cayendo al puesto 25 si de progreso social se trata. Sin embargo, los principales jugadores europeos, especialmente (Dinamarca, Noruega, Suecia, Suiza, Holanda) junto con Singapur, lideran ambos índices comparables. Destaquemos que de los 20 primeros lugares mundiales en términos de progreso social, 15 son países europeos. (Afortunadamente, Euskadi sí forma parte de ese grupo de cabeza, bajo el prisma comparado de país y no subnación conforme al marco administrativo y político en el que hoy se encuadra). Esta constatación entra de lleno en una de las mayores preocupaciones mundiales: la desigualdad creciente (generalmente mayor dentro de un mismo Estado o Mega Ciudad que entre diferentes países o ciudades), la consiguiente búsqueda de nuevas agendas sociales que dirijan los modelos de negocio empresariales, los nuevos roles a jugar por empresas (sobre todo) y gobiernos y el grado de implicación y participación de la sociedad. El modelo de competitividad y desarrollo inclusivo que hemos de perseguir obliga a un acelerado paso hacia el “cierre del loop” que entronque competitividad y creación de valor compartido empresa-sociedad. Todo un reto cuya insatisfactoria solución supone uno de los principales motivos de desafección y movilización antisistema que hoy recorre el mundo.

En esta línea, nuestro trabajo de estos días tuvo la gran oportunidad de compartir con Michael E. Porter y Mark R. Kramer (“padres” del Shared Value o Co-Creación de Valor) el ejercicio real que, a lo largo del mundo, se viene realizando “focalizando el cambio de los condicionantes sociales en el entorno socioeconómico y empresarial en que vivimos”. Toda una verdadera fuente de riqueza, empleo y bienestar. Descubrir las oportunidades y acometer su logro no hacen sino reforzar el rol de los conceptos y principios sociales del “Marco de Competitividad”, comprender sus justos términos y comprometerse en su logro.

Y es precisamente esto lo que subyace tras los índices publicados por el Consejo General de economistas españoles. Discursos vacíos e irrelevantes en torno a supuestas unidades de mercado o de España, propagadas desde mentalidades centralizadas del pasado, alejados de realidades sociales y económicas de un mundo que interactúa con mayor complejidad en múltiples direcciones y bajo inesperadas y cambiantes condiciones, o la simpleza culpabilizadora del “poder regional de los nacionalismos históricos de Catalunya y Euskadi” como focos del comportamiento de diferentes sociedades en su decisión de voto, no es sino errar el análisis. Recordemos como en plena explosión de la crisis financiera y económica mundial, ante el inevitable rescate por el que hubo de pasar España, los protagonistas de la transición y del modelo autonómico se apresuraron a culpabilizar precisamente al Estado de las autonomías de la desmadrada deuda pública, del descontrol de sus finanzas, de la inoperancia y pésima gestión (corrupta en muchos casos) de sus instituciones financieras territoriales (Cajas de Ahorros), llevando al ánimo de la ciudadanía la sensación de fracaso de modelos responsables de autogobierno, descentralización y voluntad de apropiación de sus propias decisiones y proyectos vitales de futuro, añorando, por el contrario, un centralizado “papá Estado” como si quienes, por suerte o por desgracia, pretenden dirigir desde la confortabilidad de su “no globalizable” Madrid.

España tiene un gran problema. No es un espacio único sobre el que aplicar un pensamiento único, o una única estrategia de desarrollo, ni un modelo único puede dirigirse desde el paseo de la Castellana. No puede supeditar el desarrollo, el progreso y las aspiraciones de las diferentes regiones y territorios a un permanente reparto partidario de cuotas de poder, posiciones funcionariales (en España y en los organismos internacionales), ni supeditar la empleabilidad a sus seguidores. El lejano extremo negativo de la competitividad y prosperidad de sus regiones remotas (en estos términos) apartados de espacios de desarrollo medio y elevado, no demanda los mismos tratamientos que otros jugadores ya situados en ese grupo de cabeza europea y mundial. Unos y otros tienen demasiados retos que superar, si bien difieren en áreas de actuación, intensidades, tiempos, recursos, estrategias, compromisos y, por supuesto aspiraciones y voluntades. Estrategias diferenciadas, modelos distintos para demandas, instituciones, voluntades, compromisos y aspiraciones distintas. “Jugar todos a lo mismo” y, además, bajo reglas unilateralmente fijadas, en cada momento, a capricho, ni lleva a la solución, ni facilita afección ni cohesión territorial. La imprescindible solidaridad interterritorial no pasa por igualar en la medianía, ni mucho menos en escenarios de mínimos y/o mediocridad, sino por potenciar el efecto tractor de una convivencia e interrelación compartida de co-creación de valor desde decisiones y compromisos propios. Esto no es solo política o solo economía, sino un paquete complejo, exigente y de largo aliento a partir de un elemento esencial: la aspiración y voluntad democrática de un futuro determinado propio.

También es la competitividad la que nos muestra el camino y señala el valor de la política con mayúsculas. El mandato democrático de las sociedades, la eficiencia y eficacia de las Instituciones y sus logros, constituyen el factor esencial y conductor de toda estrategia para la competitividad y el progreso social. Estos no son consecuencia del azar. Los gobiernos son demasiado importantes y determinantes del resultado final (del positivo y del negativo).

Extremadura, Andalucía, Canarias… ni pueden, ni deben confiar en la “política general unidireccional de Madrid” para romper sus déficits estructurales y diseñar e implementar nuevos modelos alternativos de desarrollo, ni mucho menos concluir que la organización territorial es un regalo para Catalunya o Euskadi solamente remediable con un centralismo unitario. Catalunya y Euskadi necesitan modelos propios que potencien su propia aspiración de desarrollo y progreso social. La competitividad global sí tiene mucho que ver con las “políticas, estrategias y relaciones de vecindad”, pero éstas han de construirse desde la realidad y voluntad diferenciada de cada vecino. Co-crear modelos interrelacionados de desarrollo es el verdadero reto. Hoy, la opinión pública fija su mirada en Catalunya y se auto justifica responsabilizando a sus legítimas aspiraciones y la gestión de su proceso en curso de las ineficiencias ajenas (desde el desgobierno, la corrupción, la insatisfacción propia…). No vendría nada mal concentrarse en la realidad interna de cada uno. Quizás de esta forma, las grandes diferencias ante dos relevantes logros como la competitividad y el progreso social tardarían menos en atenuarse.

Ojalá la lectura del mencionado informe sobre la competitividad regional lleve a comprender su verdadero significado y provoque nuevas y mejores decisiones que eviten repetir, año tras año, rankings y titulares similares.

Confiemos que la paz de la Navidad y los buenos propósitos de año nuevo posibiliten nuevos caminos hacia la tan ansiada prosperidad.

Inseguridad, riesgo e incertidumbre. Leyendo los resultados electorales en Andalucía.

(Artículo publicado el 9 de Diciembre)

“A medida que el mundo parece asistir al crecimiento de populismos y nacionalismos, resulta evidente que la inseguridad económica se sitúa en el corazón del descontento, lo que obliga a repensar el contrato social, incluyendo la observación de una sociedad y sus actitudes y comportamientos reales ante sus mayores y el envejecimiento, la juventud y sus expectativas, los empleados -funcionarios, autónomos, por cuenta propia o ajena en sus dispares condiciones y seguridad- y aquellos que se han quedado atrás, han caído o están inmersos en graves dificultades y/o marginación. La única forma sensata de construir sentido de seguridad, credibilidad y confianza en un mundo en acelerado cambio y globalización no es otra que minimizar los riesgos de exclusión, generar expectativas reales y satisfactorias desde un irrenunciable nuevo compromiso y contrato social hacia un diferente estado de bienestar”.

Con estas palabras, la publicación esta misma semana del trabajo conjunto de F&D (Revista Finanzas y Desarrollo del Fondo Monetario Internacional) y la London School of Economics, “The Age of Insecurity. Rethinking the social contract” (La era de la inseguridad. Repensando el contrato social), introduce un amplio debate desde la profundidad de una crisis real y de expectativas con incidencia a lo largo del mundo y que, conforme a los principales elementos incluidos en este documento, exigirían reconsiderar lo que unos y otros (personas, empresas, gobiernos) hacemos en relación con los derechos y obligaciones ciudadanas ante los crecientes miedos y oportunidades de la irrupción de las tecnologías exponenciales en nuestras vidas, el cambio en la naturaleza del trabajo y el empleo y la inevitable reinvención de sus contratos y condiciones para todos, tanto en el funcionariado, como en la clase política, el asalariado y el cada vez más frecuente autónomo, freelance o slasher (multi-trabajo sujeto a multi-contratante variable); la reformulación de los sistemas de prevención, protección, seguridad social y bienestar; los dramáticos cambios en el trabajo, el empleo, la educación y las estructuras familiares y comunitarias. Elementos condicionantes, para bien y para mal, de un nuevo mundo en desarrollo que provoca, necesariamente, nuevos modos de gobernanza, nuevos instrumentos de participación, decisión, autogobierno y colaboración entre distintos jugadores (personas, colectivos, empresas, gobiernos, regiones e Instituciones de todo tipo).

En definitiva, riesgo ante el cambio acelerado (predecible, a la vez que difícilmente controlable en el impacto y trascendencia individual en el tiempo) e incertidumbre (desconocida, insegura, no controlable) en un escenario diferente al vivido en los últimos 40/50 años. Es decir, necesidad de actualizar principios y contenidos asociables al llamado y ansiado estado de bienestar.

Esta reflexión viene a cuento no por inédita, pero sí por su claridad como base para acercarnos al análisis de algo relativamente próximo como es el resultado electoral en Andalucía del pasado domingo, 3 de diciembre. El hecho de que tras cuarenta años de gobierno de la mano del Partido Socialista (PSOE), pese a ser el partido más votado y con más escaños, haya perdido la capacidad mayoritaria para seguir presidiendo un gobierno (en principio), ha generado todo tipo de análisis y valoraciones, destacando entre tertulianos y observadores mediáticos, que ha sido debido “al proceso catalán y, en definitiva, al cuestionamiento de la organización territorial del Estado español”. Desgraciadamente, como casi siempre, tras una noche electoral que no da las alegrías deseadas por unos y por otros, las causas del no éxito se buscan en los demás y no se mira hacia dentro, evitando asumir responsabilidades y obligarse, en consecuencia, a la toma de decisiones complejas y distintas respecto del estatus quo. El triunfo, a la vez que derrota del PSOE, viene acompañado de la derrota con apariencia de triunfo del Partido Popular (también, sus peores resultados históricos en Andalucía), la derrota sin paliativos de la coalición Adelante Andalucía (Podemos, IU, Anticapitalistas), el crecimiento de Ciudadanos (tercera fuerza con apariencia ganadora pese a su no triunfo) y de la nueva fuerza, VOX, calificada como ultraderecha, división extrema del Partido Popular o canal del descontento general, según quien lo observe. Es decir, un panorama complejo en el que la aritmética parlamentaria ofrece una serie de combinaciones para la formación de un gobierno alternativo a los sucesivos gobiernos socialistas, o de izquierdas, o socialdemócratas, etc., según sus verdaderas políticas implantadas de los últimos cuarenta años. La suma, peras y manzanas, parecería llevar a algún gobierno de la derecha a dos o tres bandos (Partido Popular, Ciudadanos, VOX).

Así las cosas, el debate parece centrarse en el viejo debate derecha vs. izquierda, exclusión o no de los “ultras” (al parecer solamente de aquellos en el ámbito de la derecha) …y en las guerras internas de la izquierda (PSOE y Podemos) en sus propios enfrentamientos tradicionales y disputas personales enmascaradas en un poder controlado de forma centralizada desde Madrid o desde la periferia (en este caso en Andalucía).

Pero, superado este “falso debate”, se ha pretendido extender una causa externa: Catalunya, el independentismo-nacionalismo y la organización territorial. Esta sería la causa de la desafección, de la elevada abstención en las urnas, del fracaso de los partidos “de izquierda” y “de la derecha tradicional” y, por supuesto, de la entrada en el Parlamento de una nueva fuerza descontenta con todos y con todo y que promete iniciar una “reconquista” (“valores”, España única, “calidad de vida” y “empleo” digno para todos…)

Sin embargo, merece la pena acercar la lupa y fijarnos, de momento, en Andalucía y los andaluces. Veamos lo que en verdad puede explicar los resultados.

¿Es que alguien esperaba que el ciudadano andaluz no se revelara ante tanto caso de corrupción, con dos ex presidentes socialistas de su Comunidad en el banquillo de los acusados acompañando a cientos de encausados beneficiados de múltiples, millonarios y “barriobajeros” usos de fondos públicos en favor personal, o que continuaran pasivos ante las guerras intestinas de “su propio partido” bajo fotografías “fake” de besos y abrazos de sus enfrentados dirigentes (Susana y Pedro), o que asumirían tanta danza de alianzas por etapas (hoy con IU, mañana con Podemos o Adelante Andalucía y más tarde con Ciudadanos) en un único intento de mantenerse en el gobierno al margen del para qué? ¿Alguien esperaba indiferencia ante la desigualdad, el desempleo, la crisis estructural y los alarmantes datos de la educación, la sanidad y el bienestar de su población? ¿Cabría esperar un apoyo entusiasta ante potenciales “modelos de cambio” en un hipotético acuerdo con Podemos + Izquierda Unida + Adelante Andalucía, que no solo no han ofrecido resultados en su gestión, sino que concurren, como casi siempre, enfrentados, generando escisión tras escisión? No. El problema no viene de Catalunya, sino de Andalucía.

Empecemos por recordar que el 50% de los andaluces con derecho a voto se quedaron en casa y que nada menos que 80.000 que sí acudieron a las urnas, votaron nulo (preferimos creer que son nulos voluntarios y no por dificultades de emisión). Quienes votaron, castigaron a los tres contendientes “clásicos”: el PSOE obtuvo su peor resultado (en votos y escaños de su historia), el Partido Popular perdió más de 300.000 votos y 7 escaños y Adelante Andalucía-Podemos no ganó ni en el feudo de sus líderes (Cádiz), Ciudadanos se convirtió en la tercera fuerza y entiende que es ya su momento para pasar de la crítica a asumir funciones de gobierno; VOX, de reciente creación, irrumpe con 390.000 votos a la sombra escorada y derechista de la derecha del Partido Popular y un buen número de descontentos. Recordemos, también, otro dato que parece olvidarse en los diferentes análisis: Almería. La “última provincia” que rechazó formar parte de la Comunidad Autónoma de Andalucía en el referéndum estatutario correspondiente y que fue incluida, desde los despachos, por acuerdos internos de los partidos “de gobierno” españoles, ha vuelto a desmarcarse y prefiere su relación directa con el centralismo del gobierno español (Madrid) que la de la lejana Sevilla (gobierno andaluz), dando sus votos al Partido Popular y a VOX y quienes defienden (ayer, hoy y, seguramente, mañana) una España única, grande… en su cruzada y reconquista imparables.( este si es un reclamo asociable a la organización territorial centralizada demandada desde regiones españolas no independentistas). Y, finalmente, una referencia al reclamo de los populismos. Si los machacones mensajes en alusión permanente a “los nacionalismos”, sin matices, basándose en una supuesta contraposición a lo que la “globalización” (siempre para los demás) exige, como panacea, son utilizados para descalificar la voluntad de pueblos, naciones, regiones que aspiran a auto responsabilizarse de su propio futuro, asumiendo riesgos y compromisos, confiando en sus capacidades para decidir, gobernar y cooperar con terceros, identificándolos con todo sentimiento y movimiento negativo, pasa algo similar con la apelación a “los populismos” que, en el caso español y andaluz, parecería limitarse a lo que podríamos llamar “populismos de derechas”. Al parecer, no habrían de percibirse “populismos de izquierda” y, en consecuencia, la sociedad andaluza, en este caso, debería ser inmune a discursos, principios y prácticas del populismo practicado por quienes han sido castigados en las urnas perdiendo las elecciones (PSOE, IU-Podemos).

En un escenario en el que se utilizan etiquetas mediáticas simplistas bajo referencias a “populismos” y “neoliberales” como supuesta expresión de un todo comprehensivo y culpable de todo lo que nos rodea, pareceríamos condenados a evitar el análisis riguroso de la realidad, los cambios que impactan en la sociedad, las preocupaciones de la gente y la evaluación de las políticas públicas, comportamientos privados y anhelos de las diferentes sociedades.

¿No sería el momento de cambiar el foco del análisis y volver la mirada hacia el inicio de este artículo? El acelerado y complejo cambio “globalizado” que vivimos (de mayor intensidad el que está por venir) supone sociedades diferentes, demandantes de soluciones distintas, distantes respecto de lo recibido y percibido hasta hoy y no parecen encontrar respuestas en las ofertas propuestas. Mientas la fotografía de Andalucía refleja un PIB per cápita del 70% del español medio, con una deuda del 25% sobre su PIB, con un desempleo de prácticamente el doble español con regiones que lo triplican y 900.000 parados registrados, con 14 de las 15 ciudades españolas de mayor tasa de paro, con un 31% de la población en riesgo de pobreza, Andalucía (2018) se sitúa como la Comunidad Autónoma número 17 en términos de PIB per Cápita, lo que la señala con un bajo nivel de vida en comparación con la media de España y el difícil trago de situarse entre las últimas de Europa.

¿Cabe, entonces, pensar que exista desafección con el gobierno y los partidos dirigentes y sus políticas y resultados en los últimos cuarenta años, cronificando una capa político-funcionarial dominante conviviendo en un Sociedad dual con tantas desigualdades?

Todo parece invitar a que, en este caso, en Andalucía (y en otras muchas regiones a lo largo del mundo, cada una con sus características propias y diferenciadas) asuman nuevas líneas de observación y reflexión, a la búsqueda de nuevas ofertas reales en torno a “nuevos contratos sociales” que propongan nuevas soluciones a las demandas de su población. Solamente de esta forma, Andalucía hoy, los demás mañana, construiremos espacios de inclusión mitigadores de riesgos y generadores de actitudes esperanzadas ante la incertidumbre. Será la mejor opción para recuperar la credibilidad y el compromiso para repensar e implementar un verdadero estado de bienestar en el que sentirse satisfechos.