(Artículo publicado el 24 de Julio)
La, en todo caso, grave noticia del Golpe de Estado (¿autogolpe, golpe fallido, golpe exitoso?) en Turquía no solo ha venido acompañado de muertos, múltiples detenciones, secuestro o hipoteca democrática, destituciones y suspensiones de empleo, sino de otras muchas e incalculables consecuencias que sitúan a Turquía en una posición significativamente distinta a la que ocupara unos días antes.
Desde su propia complejidad geográfica (situada en Asia y en Europa -en mucha menor proporción- a la vez) y su relevancia geo-estratégica tanto en su rol «puente» del Mar Muerto y su papel vehicular y vigilante en el multi-mosaico de su diverso y desconocido vecindario (desde la Europa Occidental) compuesto por Siria, Grecia, Irán, Irak, Azerbaiyán, Armenia, Bulgaria, Georgia, además de su especial «espacio compartido» con Chipre, su relevante papel en el seno de la OTAN (Estado Miembro desde 1.952), su permanente intermediación entre las divididas sociedades sunita y chiita del Islam gobernante en su hinterland y desde estas con una Unión Europea en su larguísimo e interminable «proceso negociador para su plena adhesión», Turquía afronta un nuevo escenario ante la Comunidad Internacional. Comunidad Internacional que asiste expectante la intensidad de movimientos observables en un escenario post-golpe que sorprende, preocupa y cuesta comprender.
Si ya en el ahora lejano 1.963, con el «Acuerdo de Ankara», la entonces Comunidad Económica Europea suscribía un Tratado de Asociación que diera lugar al inicio formal de negociación de su plena adhesión como Estado Miembro, las sucesivas dificultades y barreras que han acompañado la supuesta voluntad de integración, no han terminado de despejar un escenario de futuro conjunto que, además de facilitar un nuevo espacio compartido, ofrezca un horizonte de certeza en el que los objetivos comunes facilitaran políticas, desafío, estrategias y resultados «confortables» para ambas partes. Si bien Turquía tiene a la Unión Europea como su principal socio comercial compartiendo una peculiar unión aduanera, tan solo 1 de los 35 capítulos que componen el Acervo Comunitario (de obligado cumplimiento para ingresar en el ya quizás no tan selecto Club) se ha cerrado con Acuerdo («Ciencia e Investigación») quedando el resto congelados o abiertos bajo la calificación de «alta dificultad». De poco ha servido, además, el último compromiso a cambio de su especial rol como «domicilio transitorio» de los refugiados sirios con voluntad de instalarse en Europa (nada menos que 2,8 millones de personas) con el «decidido apoyo» de Angela Merkel para «acelerar su adhesión». Promesas y esfuerzos al margen, los problemas reales que hacen de esta «buena disposición al Acuerdo» arrastran problemas o dificultades que acompañan al proceso haciendo casi imposible un acuerdo, desde las posiciones extremas de una Alemania que rechaza la integración, a una Francia que como dijera su ex Presidente Sarkozy, «nunca será Europa pero sí un amigo privilegiado», pasando por su limítrofe Chipre que exige la integridad territorial previa con la renuncia de la «República Turca del Norte» en lo que considera su propio espacio. Sin duda, la solución es compleja: Europa necesita y quiere a Turquía por numerosas razones de alto interés general: relaciones económicas y comerciales, seguridad y defensa, alianzas por su permanencia en la OTAN, puerta «entendible» con los paises vecinos desconocidos, cara amable de acceso a terceros e, incluso, la conveniencia de impedir su segunda opción que pudiera llevarle a acercarse definitivamente más a Rusia y menos a Berlín-Bruselas configurando un nuevo espacio o bloque «natural» pro asiático, además del riesgo de ruptura ante sus buenas relaciones con los gobiernos sunitas claramente mayoritarios en el diverso mundo árabe (Arabia, Egipto, Siria, Emiratos, Omán, Yemen y Catar), así como su especial interacción con las mayorías chitas que dirigen Irán e Irak, tan próximos a la vez que distantes de los modelos y cultura europeos.
Pero esta realidad favorable a una apuesta de integración choca con otros aspectos de peso que impiden afinar la balanza: desde una duda permanente sobre la calidad democrática imperante, el temor a continuos intentos por aplicar medidas «especiales» asociables a los Derechos Humanos (la pena de muerte vuelve a ondearse en las intervenciones inmediatas), el debate sobre su pertenencia física real a Europa o a Asia, la cultura musulmana diferenciada de la cristiana dominante (o en exclusiva en términos de Estado) en la Unión, y -por supuesto- datos objetivos que «pesarían» en una Europa a 29: su entrada elevaría la población musulmana de la Unión al 20% contra el 5% actual, sus 75 MM de habitantes le situarían en el segundo Estado Miembro y su correspondiente peso político en el modelo de gobernanza, ocuparía el primer lugar en extensión con un significadísimo control de «la estrategia de los mares», con un control dominante de la «ruta energética del gas» y, desgraciadamente, desde un todavía bajísimo PIB per cápita, en el último lugar, tan solo próximo al de Rumania y Bulgaria, a la cola de la Unión.
Así las cosas, comprobamos, una vez más, como la NO decisión en tan largo proceso genera conflictos e incertidumbres difíciles de gestionar. La Unión Europea no puede prolongar procesos sin definición alguna. La realidad se impone y las dificultades inherentes han de afrontarse. Vivimos un nuevo mundo que transcurre a muy alta velocidad, complejo y cambiante, demandante de soluciones flexibles e individualizadas (o personalizadas) para el que ni la diplomacia e inteligencia del pasado, ni la gobernanza centralizada de manual constituyen las mejores herramientas creativas para transformar problemas en oportunidad. Un mundo que, desgraciadamente, parecería debatirse en soluciones condicionadas por el difícil equilibrio entre la libertad y la seguridad que reclama, exigente, verdadera democracia. Una democracia de «alta intensidad» que en demasiadas ocasiones se ve sustituida por pseudo interpretaciones orgánicas de dudosa credibilidad dejándose llevar por atajos que parecerían «aconsejar» mirar hacia otro lado (tentaciones de prolongados estados de excepción, «inteligencia preventiva y correctiva», penas de muerte, clamor militarista, violencia o terrorismo de Estado o sibilinas manipulaciones y gestión interesada de la información y de poderes legítimos o aparentes -judicial, prensa…-). Con este panorama, el reciente Golpe turco y su desarrollo posterior, complica la toma de posiciones: desde el «temor o dudas sobre las intenciones y políticas del Presidente Erdogan « (declaraba, en su día, que «la democracia es como un autobús que te lleva hasta dónde quieras ir , hasta que te bajes…»), al «resucitado» Fethullah Gí¼len quien desde su movimiento gulenista, dirigido desde Pensilvania, en Estados Unidos, parece generar y controlar estructuras paralelas de Estado (militar, judicial, policial y educativa, además de financieras), ya hoy calificado de terrorista por el propio gobierno turco y países amigos, abriendo un flanco de confrontación y controversia apreciativa en torno al origen del golpe, a su preparación y ejecución así como a los pasos posteriores a concretar. Conflicto en aumento ante la implicación (activa y/o pasiva) de los Estados Unidos a quien se exige la extradición del líder-predicador. Y, por supuesto, el inevitable nuevo desencuentro Unión Europea-Turquía que habrá de producirse en los próximos meses ante la imposibilidad de cumplirse los Acuerdos en torno a los refugiados sirios. Europa no otorgará los visados prometidos, no llegarán los fondos especiales, no habrá plan de acogida de refugiados… y Turquía amenazará (o lo hará) con desentenderse de sus compromisos. Los refugiados sirios seguirán desprotegidos, intentarán llegar a la Europa deseada y Europa profundizará en su degradante crisis.
Nuevamente, nos encontramos ante otro espacio lleno de luces rojas. En definitiva, haya o no triunfado el gobierno al desactivar el Golpe de Estado, se haya o no maquinado un autogolpe, haya o no triunfado la democracia y haya sido o no ganada la libertad en la calle por los ciudadanos turcos, la Turquía de hoy ha vuelto a ser diferente a la de ayer. Y, una vez más, volvemos a comprobar cómo la peor decisión es no tomar ninguna. Los pueblos y sus voluntades democráticas no pueden ignorarse y las dificultades requieren soluciones.
En esta ocasión, también Europa resulta un claro perdedor. Y, con ella, el mundo.
Turquía y Europa se necesitan. Los nubarrones de hoy no pueden impedir la esperanza en la confianza de ser capaces de encontrar un modelo convergente y colaborativo que, haciendo de la democracia real su pilar esencial, de la inevitabilidad de su alianza para la seguridad, el objetivo permanente por la libertad y el respeto a los derechos humanos, construya espacios comunes de bienestar y desarrollo económico en el que, más allá de la creciente relación comercial y económica asociada, naveguemos hacia el entendimiento, comprensión y respeto de culturas, ideologías y formas de vida diferentes pero compartibles al servicio de las personas y sus pueblos.
Todo un desafío. Demasiados retos. Pero si durante tanto tiempo hemos creído ver en este querido y extraordinario país una plataforma confortable para incursionar en aguas desconocidas, debemos ser capaces de generar nuevos escenarios deseables para el largo plazo, y reconstruir ese puente tan necesario que haga de lo desconocido y diverso, más allá de la negativa y preocupante coyuntura del momento, un nuevo eje vertebrador. Un nuevo puente de credibilidad y confianza.