TEXAS, AUTODETERMINACIí“N, FUTURO Y NUEVOS RETOS…

          Un recorrido por Houston nos ha permitido observar ondear conjuntamente –en igualdad de condiciones- las banderas de los Estados Unidos de América y del Estado de Texas en un buen número de edificios. Este detalle no es caprichoso, sino fruto de la historia y, sobre todo, de un futuro posible, solamente dependiente de la voluntad de los texanos.
 

          En contraste con otros debates observables en el «moderno y civilizado» Estado español en el que cualquier posicionamiento que cuestione el modus imperante, su «territorialidad» o modelo espacial futuro, resulta condenable, la capital norteamericana de la energí­a, ciudad cosmopolita sede de las plataformas innovadoras aeroespaciales que han hecho famosos los proyectos norteamericanos y los viajes a la Luna, no parece sorprenderse del peso de la historia cara a las oportunidades de decisión y elección de los ciudadanos respecto de su futuro.
 

        Texas, a lo largo de su historia, ha pertenecido a Francia, España, México, el Estado Confederado, los Estados Unidos de América y, además, ha sido una República Independiente.  Precisamente este hecho, y su adhesión pactada a los Estados Unidos, le ha permitido sumar una estrella más a la bandera «americana», a la vez que actualizar sus privilegios y derechos históricos con amparo Constitucional. Así­, la ex República de Texas tiene reconocido el derecho constitucional de ejercer su libre determinación bajo el amparo de un referéndum en el que, convocado por el Congreso del  Estado de Texas, los ciudadanos texanos manifiestan su decisión de seguir formando parte de U.S.A. o constituirse en República Independiente.
 

Es decir, en el corazón de U.S.A., 44 millones de texanos (un buen número de ellos de origen mexicano y lengua castellana como propia), por decir algo, pueden ejercer su derecho a decidir y «separarse» de forma pací­fica, democrática y normal, de la gran Nación Americana. Y pueden hacerlo sin atentar contra la sacrosanta unidad de mercado, ni poner en peligro la competitividad americana ni facilitar el empobrecimiento de sus ciudadanos.
 

               Esto pasa en América, también.  Algunos deberí­an darse una vuelta por la «Capital americana de la energí­a», para no encerrarse en los complejos anti-estatutarios de la España simplificada que parece inamovible y que, cuando vuelves del otro lado del Atlántico, redescubres. Quizás por eso, cuando Felipe González presenta el documento de reflexión 2020-2030 para la nueva Europa, se queja de que «en España se discuten los problemas artificiales y no los asuntos reales y crí­ticos»  (esperemos que se refiera a los clichés unionistas e inseparables del pasado y no a los nuevos modos de conformar espacios de competitividad y bienestar que son los que en verdad necesita Europa). No vendrí­a mal al grupo de sabios y a los economistas de vanguardia observar los modelos asimétricos, confederales y diferenciados de organización territorial y polí­tica dominantes en Estados Unidos, la Europa de éxito y los nuevos espacios asiáticos emergentes para encontrar algunas relevantes diferencias sobre el porqué Europa se queda a la retaguardia del mundo, la crisis le impacta con más fuerza que a otras geografí­as y la diferente capacidad de reacción