(Artículo publicado el 5 de Enero)
Distraídos entre el desenlace final de un futurible gobierno de coalición PSOE-UP para el estado español, acceder al verdadero alcance de las apuestas y compromisos que sugieren los Acuerdos “filtrados o publicados”, la estructura y responsables de los diferentes espacios de gobierno (con la anómala originalidad de una pareja sujeta a jerarquía entre ellos formen parte del mismo gabinete) y, empañado por el ya crónico y uso de los poderes del Estado, incluido su sistema judicial o la “policía política” al servicio del gobierno de turno y de los relatos novelados a gusto del momento e intereses particulares, y a la espera de una posible “destitución” del Presidente de la Generalitat de Catalunya al margen de urnas y parlamento desde una inusual actuación de una Junta Electoral o sucesivas maniobras con la sospecha de un potencial próximo tripartito en la Generalitat con PSE, ERC, Podemos, y en medio de la “magia navideña y esperanza de este nuevo año”, nos encontramos con un tema complejo pero de gran actualidad e importancia que, en principio, habría de ser tenido en cuenta en el próximo gabinete y pactos complementarios, y que, sin embargo, pudiera pasar desapercibido: el rol y control de las empresas públicas del Estado.
Estos días, algunas empresas públicas españolas han anunciado sus estrategias de internacionalización e inversión en el exterior. Red Eléctrica Española, Enagás, AENA (Aeropuertos “nacionales”), Renfe y Correos, invertirán 3.000 millones de euros en 2020 en el exterior. Al mismo tiempo, en los medios que publicitan estas noticias se recogen los mapas de necesidades inversoras a lo largo y ancho del territorio del Estado, cifrando en torno a los 180.000 millones de euros para los próximos 10 años, la demanda concreta de proyectos “imprescindibles” en las áreas de actividad de las empresas mencionadas.
El papel que han de jugar las empresas públicas es siempre controvertido. Sin duda, por encima de todo, la creación de una empresa pública ha de justificarse bien por ser la fórmula óptima para la prestación de un servicio público, por su capacidad promotora de la actividad y desarrollo endógeno o por su adecuada instrumentación de un deseable proceso colaborativo público-privado al servicio del interés general. En todo caso, su razón de ser debe acompañarse de planes específicos de viabilidad sostenible y debe estar sometida a un riguroso sistema de control democrático y parlamentario. Sus estrategias y acciones realizadas suelen relegarse y el interés mediático limitarse al conocimiento de algunos nombramientos o cargos de libre designación.
Con el paso del tiempo, el contexto y las condiciones económicas, empresariales y de entorno, además de las cambiantes demandas sociales y orientaciones políticas (así como la lógica de las diferentes políticas y presupuestos de gobierno), de la propia gestión y resultados obtenidos, o del comportamiento externo que termina por generar competidores u ofertas equivalentes, puede aconsejar la refundación o extensión de la empresa creada, buscando la mayor aportación de valor para la sociedad (como siempre traducible en ingresos para el gobierno promotor y, en muchas ocasiones, pérdidas a absorber para el citado presupuesto público). Todo ello sin olvidar los posicionamientos sindicales y funcionariales que inciden en los modos y usos de las Administraciones Públicas y la aceptación o no de estas figuras societarias. Sin embargo, la realidad viene demostrando que muchísimas empresas e iniciativas del sector público empresarial tienden a sobrevivir más allá de sus objetivos fundacionales (bien porque ya los han cumplido con éxito, por su fracaso en su logro o por demostrarse ineficientes o redundantes respecto de la “oferta competidora existente”, o porque, simplemente, sus objetivos iniciales han dejado de tener sentido).
En determinados momentos, muchas de estas empresas han desarrollado competencias diferenciales que las llevan a disponer de músculo financiero, de ideas y gestor, así como el desarrollo de ventajas diferenciales para competir en “otros mercados” alejados de su territorio base al que se deben. Bien en solitario o bien acompañadas por alguna empresa privada, abordan su salida al exterior aprovechando oportunidades concretas, ventajas comparadas o tan solo comodidad o interés de sus gestores. La “internacionalización” se convierte en una bandera de modernidad, prestigio, asimilación al mercado privado, remuneración especial, etc., si bien raras veces es objeto de análisis en profundidad preguntándose que es lo que hay detrás de este movimiento y si es el objetivo de una empresa pública creada para fines concretos que, o bien se han logrado o, por el contrario, resultan inalcanzables con las capacidades reales del citado instrumento. Por lo general, además, supone un primer paso hacia la privatización directa o indirecta, con mayor o menor transparencia, debate público y control. No es irrelevante el mayor o menor peso ofrecido a sus compañeros de viaje, la forma de elegirlo y la gobernanza asociable al acuerdo colaborativo.
En el caso de las empresas aquí mencionadas, al margen de la valoración que puedan merecer cada una de ellas y su gestión, merece la pena detenerse para constatar el escaso control parlamentario (democrático) del que son objeto, limitado por lo general a simples informes de la SEPI que integra las participaciones públicas existentes. Problema añadido a su centralización que deja fuera de la proximidad de participaciones y control a las Comunidades Autónomas en que opera. ¿Tiene sentido la diversificación e inversión en el exterior de estas empresas cuando las necesidades a lo largo y ancho del Estado son esenciales y están desatendidas, en régimen de “monopolio competencial” para las mismas?, ¿es razonable descalificar su posible transferencia a los gobiernos autonómicos, competentes, en la materia, mientras se comparte su dirección y aportación con empresas privadas, generalmente con entrada de gobiernos en el exterior? Recordemos que se trata de empresas reguladas y cuyos servicios (ingresos) obedecen a tarifas tasadas, pagadas por los ciudadanos/perceptores del servicio que se presta, que sus dirigentes (ejecutivos y Consejos de Administración) son nombrados por el Gobierno bajo libre designación y que son el instrumento ejecutor de las políticas públicas que Gobierno y Congreso fijan. Según fuentes de los Ministerios asociados, por ejemplo, los ferrocarriles del Estado dependientes de Renfe (en cercanías y sin contar actuaciones “especiales” como la supresión de pasos a nivel y puntos negros en materia de seguridad), demandarán 3.500 millones/año hasta el 2030; en el caso de los aeropuertos, AENA deberá destinar 2.000 millones de euros/año en estos próximos 10 años; el AVE se va de viaje a construir en la MECA y a concurrir en proyectos ambiciosos y de largo plazo (TEXAS y California), alejados de las competencias y capacidades de sus gestores y desde el desconocimiento real de los territorios en los que habrán de intervenir, haciendo aún más remota la capacidad de control a la que habrán de someterse, mientras su rol en el Estado sigue sin terminarse, incumpliendo sus compromisos históricos que solo parecen reactivarse cuando se necesitan votos de investidura, como el caso de la Y vasca; o CORREOS reconvirtiéndose en un “HUB de paquetería” en Portugal, mientras se proclama su carácter esencial para la “integración y unidad del Estado”, aumentando los brazos centralistas del gobierno desde la desconfianza y escasa lealtad con los otros poderes, también del Estado, asumidos por las diferentes Comunidades Autónomas.
Si estas empresas han terminado con su tarea en el territorio base al que se deben, bien harían en extinguirse, dando paso a nuevas iniciativas al servicio del interés general, aportando recursos, financiación y conocimiento a nuevas áreas de actividad, diversificación de forma inteligente en convergencia con los ciudadanos y empresas locales, y facilitando el desarrollo del modelo de estado autonómico que se supone impera conforme a mandato constitucional respecto de la organización territorial, tan en boga en estos momentos. Jugar a los beneficios de una hibridación con el amparo de un paraguas público para garantizar tu cuenta de resultados es una mala apuesta de país. Conviene recordar que ni toda internacionalización es buena en sí misma, ni todas las empresas deben invertir en el exterior, ni toda empresa pública es un fin en sí misma, sino tan solo un instrumento al servicio de objetivos de interés general.
En los próximos días habrá un nuevo Gobierno. Se supone que, de una u otra forma, destinará energía relevante al sector público empresarial y que la conjunción PSOE-UP harán un esfuerzo por fortalecerlo, incorporando nuevas áreas de actividad a este amplio espacio público o público-privado, salvo que ambos renuncien a aquello que se supone son parte de su reclamo “ideológico” y preelectoral. Adicionalmente, habrá que recordarles que formarán gobierno gracias al apoyo de otros siete partidos políticos con implantación singular en diferentes territorios demandantes de compromisos reales, incumplidos, de desarrollo económico endógeno. No estaría de más confiar en que, esta vez, cumplan sus compromisos no solo de inversión, sino de coparticipación en la dirección y control de un sector público empresarial que no está pensado para dar servicio en “diferentes mercados de oportunidades”, sino a los ciudadanos y territorios del Estado.
Un sector público empresarial eficiente y generador de valor es altamente deseable y necesario (yo diría, imprescindible). Pero ni cualquier sector público, ni cualquier empresa, ni con cualquier objetivo o servicio. Si se decide salir e invertir en el exterior, serían razones “país” las que lo justificaran. No se trata de cuentas de resultados particulares. La presencia exterior de un país y sus gobiernos resulta imprescindible (conocimiento, redes, acompañamiento a terceros, observatorio, relaciones institucionales, apoyo a nuestras empresas y organismos facilitadores, cooperación al desarrollo…), pero los objetivos y compromisos de las agencias y sociedades públicas reguladas son otra cosa. Si una empresa pública ha de incorporar en su estrategia su internacionalización, dicha estrategia debe ser debidamente explicada, controlada y autorizada de forma democrática a través de órganos de decisión política y no delegada en las decisiones ejecutivas o empresariales concretas. En todo caso, contrastadas con el objeto e interés fundacional y de servicio que la originó y, sobre todo, recordando que el Estado no se limita a la Moncloa o a los supuestos “funcionarios de elite” en Madrid.
Estamos necesitados de un redoblado esfuerzo inversor y dotación de infraestructuras y servicios públicos ante los desafíos futuros. Las empresas mencionadas tienen legado y base más que suficiente para refocalizar su compromiso al servicio de dichas necesidades. A la vez, es un buen momento para su financiación a largo plazo dada la situación financiera actual y la relativa accesibilidad a los mercados de capitales globales, lo que posibilita acelerar su ejecución facilitando el desarrollo y bienestar internos (qué, dicho sea de paso, posibilitaría un esfuerzo real de reindustrialización y avance en un modelo de desarrollo económico alternativo). Se supone que las capacidades de estas empresas, reorientando sus objetivos y recursos, modificando su gobernanza (y extendiendo la presencia de jugadores reales en sus órganos de decisión y control) y asumiendo sus compromisos con la Sociedad a la que se deben, constituyen instrumentos de primer nivel para impulsar la consecución de tan significativos retos. Es un momento idóneo para abordar, también en este ámbito, una transformación del Estado, sus poderes públicos y de gobierno, y su interacción con el tejido empresarial y social.
Esperemos no dejarnos llevar por “etiquetas globales y oportunistas” y acertar en las prioridades y responsabilidades que a cada uno corresponden. Seguramente, otra manera de empezar el nuevo año… y el nuevo gobierno.