(Artículo publicado el 6 de Septiembre)
La Unión Europea cuenta con 28 Estados Miembro, de los que nueve (Chequia, Eslovaquia, Estonia, Lituania, Letonia, Croacia, Eslovenia, Malta, Chipre) no formaban parte de la misma y no eran Estados Independientes con anterioridad a la creación de la Europa de los Fundadores en 1951, a partir de la CECA o de 1957 con la Comunidad Económica Europea, embriones de la actual UE. Además ni la Antigua República Democrática Alemana formaba parte de un Estado Miembro, ni otros disfrutaban de una soberanía «de toda la vida», como Finlandia, que accede a su Independencia en 1917. Otros, en el momento de la creación de este selecto club, eran satélites de la extinta URSS y algunos, como España y Portugal, tenían vetado su ingreso por su carácter de dictaduras impuestas por las armas, contrarias a los Principios de Copenhague, criterios indispensables para formar parte de la hoy Unión Europea. Es decir, que el mapa de la «vieja Unión Europea», contrariamente a lo que se piensa, parecería más bien un renovado espacio innovador y creativo que ha generado nuevos modelos de organización territorial, política, administrativa y económica, adaptándose a la voluntad democrática, cambiante, que las diferentes sociedades europeas han ido manifestando a lo largo del tiempo. Si además, recordamos que esta nuestra Unión Europea incluye diferentes categorías a la de los Estados Miembro como el caso de los «Territorios Especiales» como Gibraltar, Ceuta y Melilla, o «Territorios Exentos» como Dinamarca, Reino Unido, Irlanda, o «Territorios de Ultramar o ultra periféricos» (desde Guadalupe y Martinica hasta Canarias), sujetos a relaciones especiales en el tratado de Adhesión, por no citar otras figuras como el Espacio Económico Europeo que une a los 28 Estados Miembros a Noruega, Liechtenstein e Islandia -quien por cierto ha rechazado el proceso de integración hace tan solo unas semanas- bajo acuerdos especiales como «estados Relacionados», o «los Protectorados y Potenciales Miembro» como Bosnia-Herzegovina y Kosovo, podremos comprender que la Unión Europea no es un modelo fijo de manual sino más bien un modelo abierto que se adapta a la realidad social, democrática y económica a lo largo del tiempo. Mención aparte, dada su excepcionalidad, es Chipre, cuya división territorial y poblacional, compartidas con la República Norte de Turquía y dos enclaves de un País tercero, configuran todo un esquema heterogéneo de adhesión y permanencia con plenos derechos.
Estas ideas cobran especial relevancia cuando, a nuestro alrededor, escuchamos manifestaciones «solemnes y rotundas» que pretenden convencer de la inviabilidad de cualquier alternativa democrática a construir un modelo propio e «independiente o secesionista» en el seno de la Europa actual. A juzgar por las grandilocuentes declaraciones de algunos personajes, cualquier demanda expresada por Catalunya o Euskadi, Escocia o Flandes, parecería condenada a su exclusión de un espacio europeo en construcción permanente. Es decir, en todos los casos, la norma se ha adaptado a la realidad democrática y voluntad de los europeos y no ésta al determinismo europeo.
Sin embargo, la realidad es otra. A cualquier observador medianamente interesado en lo que sucede a su alrededor llama la atención el rápido proceso por el que muchos de estos Estados ya mencionados, han accedido a su nuevo estatus político, proclamando su independencia y, en tiempo récord, han pasado a integrarse en la Unión Europea como miembros de pleno derecho, bajo fórmulas diferenciadas. Un buen ejemplo que nos puede ayudar en este relato es el de la República de Estonia y, con ella, el caso Báltico que tras la llamada «Revolución cantada» permitió la declaración unilateral de Independencia de Lituania, Letonia y la propia Estonia celebrando, en estos días, su feliz aniversario de una todavía reciente nueva Declaración de Independencia. Independencias y soberanías respecto de la todo poderosa Unión Soviética, accediendo no solamente a un nuevo régimen democrático, sino a terminar con largos períodos de ocupación, con el nada baladí hecho de la composición de su población con elevados porcentajes de rusos.
En un breve trabajo de Rein Jí¤rlik, impulsado desde el Club de Agosto 20 (Grupo de análisis y diseño de políticas en el proceso de restauración de un estado soberano en Estonia), resumen recopilatorio de dos de sus publicaciones previas («Agosto 20 de 1991″ y «Con el derecho a la libertad»), documento influyente en la Declaración de Independencia de Estonia y publicado por el Parlamento de la República, «We carried out the People’s will» («Hemos hecho posible la voluntad del pueblo»), encontramos una simplificada Hoja de Ruta que describe los más de 600 acuerdos del Parlamento estonio, en dos años, para dotarse de «las estructuras de Estado y declaraciones y compromisos políticos» que les llevaron a la Independencia con el voto final de 69 de los 105 parlamentarios y el apoyo masivo popular cuyo respaldo en referéndum, a posteriori, fijó el estado actual de las cosas. Una hoja de ruta, diferente para cada caso, como no puede ser de otra manera, pero que comparte un buen número de elementos comunes: un malestar con el estado de las cosas y la necesidad de buscar nuevos caminos; un compromiso impecablemente democrático ante una oposición unilateral y permanente del Estado «central» dominante con todo un largo proceso de recursos, sentencias, anulaciones, sanciones, de todo tipo, con todo el aparato del Estado (incluidos sus servicios exteriores, militares, judiciales y de inteligencia), volcado en el NO a un camino distinto, con el apoyo masivo de la población no independentista; una intensa y agresiva actitud de los poderes económicos y mediáticos dominantes a favor del mantenimiento de las cosas y advertencias y recurso al miedo ante el nuevo «horizonte desconocido», y una Comunidad Internacional expectante a la espera de resultados finales sobre los que posicionarse. Una serie de elementos percibibles en todos los casos sobre la base de poblaciones hartas de una dominación real o sentida, una identidad y orgullo de pueblo y, sobre todo, un sueño de futuro. Como resulta evidente, el proceso no se inicia, de golpe, el 20 de agosto de 1991 con la resolución parlamentaria declarando la independencia, sino que es consecuencia de una sucesión de hechos que, historia aparte, se desencadena, de forma más o menos silenciosa, a partir de la Declaración de soberanía o autodeterminación de 1988. Proceso en el que el Parlamento juega un rol esencial junto con los partidos políticos pro independencia, y la sociedad civil, más o menos movilizada desde iniciativas como la del Club 20 de Agosto que impulsa documentos, movimientos, acciones facilitadoras de un espacio y clima de cambio radical en la política previa hacia una nueva República. Es de destacar que, como en otros casos, es desde las propias entrañas de las Instituciones preexistentes (en este caso el Soviet Supremo de Estonia) desde el que se inicia una transformación y transición democrática. Intensas conversaciones y negociaciones con un Gorbachov y su Perestroika que no da lugar a un acuerdo satisfactorio pero que, paradójicamente, su derrocamiento (interno) en la URSS, lleva a los parlamentarios de Estonia a entender que el estatus quo no da más de sí y que si quieren construir un futuro diferente, han de romper las estructuras dominantes. Como en los casos paralelos (o convergentes) en las otras dos Repúblicas Bálticas (Lituania y Letonia), la sociedad sale a la calle, apoya el movimiento de forma mayoritaria y logra «convencer» a los militares de la inevitabilidad del cambio, evitando la masacre esperable en función de actitudes del pasado. Horas más tarde, Islandia inicia el goteo de reconocimientos y apoyos desde la Comunidad Internacional. Destaca, en esta misma línea, la placa que en la vecina Vilnius (Lituania), recoge el mensaje del entonces presidente de los Estados Unidos de América, George Bush: «Advierto al mundo que los enemigos de Lituania lo serán de los Estados Unidos de América». A partir de allí, años de reformas, ingreso en la Unión Europea, adopción del Euro y un nuevo camino hacia un futuro deseado.
Una vez más, estamos obligados a insistir en que no existen dos casos iguales. Sin embargo, este tipo de referencias nos sirven para entender que el mapa geopolítico es cambiante, que las naciones tienen derecho a organizarse en diferentes modelos de Estado y que es y debe ser, la voluntad de los pueblos, la que defina el modelo y sistema a seguir, recomponiendo, desde su libre decisión, las relaciones con terceros. Más allá de la historia que tiene un enorme peso en el resultado final, tanto la identidad y diferenciación de las Comunidades, es su voluntad de apropiarse de su propio futuro y de dotarse de las estructuras e instrumentos de Estado y gobernanza, lo que hace posible (e inevitable) el nuevo rumbo de cada uno.
En estos días, mucho más cerca de nosotros, asistiremos a una nueva conmemoración de la Diada en Catalunya y, algo más tarde, el día 27 de Septiembre, a unas elecciones cuyos convocantes subtitulan como «plebiscitarias» ante el impedimento de una convocatoria de referéndum oficial. Catalunya, como Estonia, no improvisa un proceso. Son años trabajando en una determinada dirección, intentando superar las dificultades continuas a las que se enfrenta. Ya sus programas electorales de los últimos años anunciaban su «apuesta por dotarse de estructuras de Estado», su voluntad de encontrar un camino propio dentro de una nueva Europa, de avanzar en un acuerdo y diálogo democrático que les permita decidir su destino, ni contra nadie ni aislados del mundo contemporáneo. En esta línea, los próximos pasos serán decisivos en los ritmos y plazos para ese nuevo espacio. Y, sin duda, hoy o mañana, los políticos y responsables Institucionales terminarán afirmando que «han posibilitado el logro de la voluntad de su pueblo».
Lejos de debates mediáticos sobre si una hipotética orientación del derecho a decidir deje a varios millones de catalanes europeos fuera de Europa, si han de permanecer en el limbo a la espera de una nueva solicitud de ingreso en la Unión y si habrán o no de salir de la eurozona de la noche a la mañana, convendría poner el acento en el desarrollo democrático del proceso, en la manifestación y ejercicio de una voluntad de futuro y, en su momento, en los procesos negociados de generación de los nuevos Estados resultantes ex novo. La historia y el comportamiento de la propia Unión y sus Miembros nos dan muchas pistas sobre las múltiples maneras de construir el o los nuevos espacios europeos. Un proceso imparable. Serán, en cada momento, los diferentes pueblos quienes manifiestan su voluntad democrática y elijan sus modelos de organización y gobernanza.