(Artículo publicado el 14 de Abril de 2019)
En el último Consejo Europeo celebrado el pasado 22 de marzo, junto con la importancia de los principales asuntos que conformaban el orden del día (Brexit, Ucrania, acuerdos Unión Europea-China), se incluyó “el fortalecimiento de la base económica de la Unión Europea”, considerando que su “solidez reviste esencial relevancia para la competitividad y prosperidad europea”.
La resolución del Consejo al respecto pretende focalizar los esfuerzos de la Comisión y de los Estados Miembro en tres apartados: la economía de los servicios en la configuración del mercado único, la inteligencia artificial conductora de su política industrial y la adecuación de la política digital a la economía de los datos. Bajo estas indicaciones, ha encomendado a la Comisión Europea un enésimo plan de largo plazo que, a finales de 2019, señale la visión de futuro de su política industrial. En paralelo, “anima” a los diferentes actores a aumentar la inversión y riesgos en investigación e innovación y el impulso al libre comercio articulados en convenios internacionales de comercio exterior, defensa comercial y nuevos instrumentos de contratación pública internacional.
Recordemos que, periódicamente, la Unión Europea resuelve recordar la importancia de la política industrial y elabora interesantes documentos de diagnóstico y análisis que suelen perderse en su recomendación voluntarista de aplicaciones parciales que, desgraciadamente, o no concretan su verdadera ejecución desde la exigible coherencia estratégica y focalización diferenciada por los diversos Estados, regiones y empresas europeas miembro, o quedan en programas o piezas sueltas dominadas tanto por el amplio espacio de la “Innovación e Investigación” con limitada especificidad diferencial según variadas y distantes realidades y tejidos económicos, base industrial y, sobre todo, voluntad, capacidad y aspiración de futuro. Desgraciadamente, resultan de escaso valor transformador, dominados por un empeño teórico en determinadas orientaciones hacia “una excesiva policía de la competencia” sobre un teórico mercado único o mercados empresariales globales o en la supuesta búsqueda e incentivación de “grandes campeones europeos”, bajo el paraguas de una ya superada teoría clásica de la competencia directa encaminada a superar/eliminar de los mercados a sus competidores estadounidenses y japoneses (en los años 80) o chinos (en la actualidad), en un marco mal entendido de la competitividad que procura la Coopetencia y alianzas a lo largo de las cadenas locales y globales de valor y no a la suma cero consecuencia de ganadores y perdedores. Así, “Libros Blancos para una política industrial para un mercado único”, “El renacimiento industrial” o la “Necesaria revolución industrial” que alumbraran movimientos en otros momentos, pasan por convertirse en reclamos temporales para uso particular, ya sea por algunos gobiernos o por determinadas direcciones generales que incorporan, parcialmente, su teoría y guía (direcciones de innovación e investigación, política regional, competencia, empleo…), que suelen terminar sirviendo como marco actualizado para nuevos términos (que no conceptos esenciales) para el acceso a programas bajo el caramelo de la subvención, provocando un exceso de iniciativas y planes escasamente diferenciados y, por definición, estratégicos segmentando iniciativas, recursos y objetivos.
En este marco, Margrethe Vestager, Comisaria de la Competencia en la Unión Europea y candidata a presidir la futura Comisión, en el caso de que su grupo parlamentario (ALDE) obtenga el resultado necesario para jugar un papel bisagra entre los tradicionales Populares y Socialistas europeos, ha criticado la línea del debate sugerido, entendiendo que obedece a un intento encubierto de potenciar un eje franco-alemán en defensa de sus intereses de grupos empresariales propios en detrimento de afrontar los verdaderos “fallos de mercado”, cuya solución generaría, a su juicio, las bases reales de una nueva política industrial europea. La líder danesa considera que, “el término política industrial se ha vuelto tóxico, ya que sugiere la selección de ganadores en una economía a la vieja usanza”. Con el crédito de sus decisiones firmes en el largo contencioso UE-Google defendiendo que la corporación tecnológica no actúa en un mercado global, sino en múltiples mercados diferenciados ejerciendo un desmedido poder y control en cada uno de ellos, a través de sus múltiples alianzas y empresas participadas que copan e impactan la totalidad de espacios asociables con el uso de las tecnologías emergentes en su efecto transversal sobre todo tipo de empresa e industria necesitada de afrontar su digitalización creciente e inaplazable, o su oposición firme a una fusión Alstom-Siemens por entender que no favorece a la industria europea, sino que diluye los “n” mercados ferroviarios en su seno. Vestager aboga por “reinventar” las economías de plataformas, el Big Data y su impacto en la nueva revolución digital e industrial, interconectada con el efecto industrial derivable de una firme lucha contra/ante el cambio climático, propiciando “la reinvención de la industria energética” y “la reorientación de la Inteligencia Artificial hacia los usos y necesidades sociales”, advirtiendo que “la I.A. no será mejor que los datos con los que se programe”. Hace suya la bandera de una nueva “inteligencia industrial y competitividad empresarial”.
Bajo estas declaraciones subyace, sobre todo, el continuo debate entre los posicionamientos negativistas sobre la política industrial que para pensamientos de libre mercado puro (en caso de que esto exista), se escondería el intervencionismo público, la “nefasta” actuación de los gobiernos, “el elevado grado de error “tras la elección de “campeones” o de “empresas tractoras preferentes” o de “sectores prioritarios” o de su participación en el rescate, salvamento y/o reestructuración y reorientación de empresas en crisis ,y la “distorsión de la economía de mercado, supuestamente, ”asignador perfecto de recursos en el sistema”. Además, coincidiendo con este debate, la coyuntura ha hecho que vean la luz una serie de informes (por ejemplo, Orkestra: “Solvencia de la empresa vasca”; OCDE: “Recursos ociosos en empresas tóxicas”, “The Corps walking death”) que rescatan el ya viejo, conocido y siempre interesante cuestionamiento de las llamadas “empresas zombis” (aquellas empresas que tienen un bajo nivel de rentabilidad y cuya única manera de sobrevivir es la refinanciación permanente de sus deudas, apoyadas en quitas, benevolencia de sus acreedores y subsidios públicos). Este representativo término, acuñado en las crisis japonesas de algunas de sus grandes corporaciones líderes mundiales -en determinadas épocas- que en plena crisis e insolvencia coyuntural fueron sostenidas por el gobierno de Japón contra la opinión de los mercados. Hoy, se estima que este tipo de empresas suponen el 10% de los mercados en España, Francia, Italia, Alemania. Y, por supuesto, Japón sigue “reconvirtiendo” sus empresas y/o unidades clave, apostando por una reorientación estratégica hacia nuevos mercados y modelos de negocio confiando en sus capacidades (reales u ocultas) para transitar hacia nuevos espacios de éxito. Desgraciadamente, esta visión reduccionista tratando de asimilar política industrial a la inevitable reestructuración y rescate de empresas en dificultad o crisis, serviría a muchos para el descrédito de las estrategias industriales a lo largo del mundo, dando paso al simplismo de la globalidad y libre mercado cuyos resultados no parecen respaldados.
Este, sin duda, controvertido elemento clave en la política industrial de los gobiernos, ni supone la totalidad de una política, ni mucho menos resulta un blanco-negro. Los “pasivos tóxicos” que las empresas zombis representan para la OCDE en múltiples recomendaciones de sus sucesivos economistas jefe presuponen que toda ayuda pública en un momento determinado impide su uso alternativo en la promoción de emprendimiento creativo y rentable, la canalización del ahorro país, la reducción de su endeudamiento y la correcta asignación de sectores y áreas de actividad con “ventajas comparativas” para el ecosistema en que se desenvuelven. Es verdad que una empresa, por muy zombi que sea -en especial las de gran tamaño, elevado empleo, amplio espacio y red de subcontratación, histórica implantación en un territorio, cultura y economía concretos- puede sobrevivir casi eternamente y, por lo general, convive o provoca un ambiente de lucha desesperada que pasa por impactar de forma negativa a su competencia, impagos fiscales y de seguridad social, destrucción de precios y constante demanda de fondos públicos y deterioro social y laboral. De allí la inevitabilidad de actuar con medidas eutanásicas ayudando, de forma decidida a su cierre, previa atención especial sobre el conjunto de sus stakeholders (en especial, trabajadores) y la adecuada dotación de una red de bienestar que evite la marginación y desafección de un proyecto de futuro, empresarial, profesional y, sobre todo, personal. Ahora bien, la experiencia demuestra el valor generable por una inmensa mayoría de empresas “rescatadas y salvadas”, en el medio largo plazo, cuando sus fortalezas y ventajas reales son reorientadas y apalancadas hacia nuevas industrias, soluciones y servicios, desde sus capacidades diferenciales.
Japón, por no acudir a otros ejemplos, ha construido gran parte de su potencial tecnológico-industrial desde muchas de estas empresas, otrora líderes en sus industrias. En Euskadi, sin ir más lejos, programas de rescate, reestructuración y reorientación estratégica y laboral, en el marco de políticas industriales completas, han generado (si bien con un significativo número de empresas zombi o en crisis, debidamente sometidas a la eutanasia comentada) líderes empresariales y jugadores de primer nivel en el contexto internacional. La política industrial vasca, en general, es objeto de valoración y aprendizaje a lo largo del mundo (empezando por el reconcomiendo y recomendación de la propia Unión Europea).
Esta misma semana, en el marco de un seminario sobre política industrial, innovación y competitividad, tomando como base el “Caso Vasco” y su realidad empresarial e institucional observable, profesionales extranjeros destacaban, una vez más, la apuesta contracorriente que en materia de política industrial se ha implantado en Euskadi. Lamentaban lo que entienden se trata de una ausencia de sus respectivos gobiernos en actuar sobre los fallos del mercado, si bien desconfían del llamado “intervencionismo público” que han conocido en sus respectivos entornos. Valoran la construcción de una estrategia completa sobre una base y cultura real, a partir de sectores, industrias y empresas existentes reorientando sus soluciones, tecnologías, procesos y mercados, en lo que entienden ha supuesto no solamente superar, con éxito, la profundidad de una crisis que ha castigado, sobre todo, a aquellas economías con escasa base industrial, sino que las bondades de la industria han fortalecido la empleabilidad (de mayor calidad, niveles salariales, formalidad, estabilidad, condiciones socio-laborales e inversión en formación y capacitación), su capacidad generadora y fuente aceleradora de tecnología, ahorro en inversión, desarrollo de capital humano y capacidad tractora de una economía clusterizada, generando un ecosistema de alto valor, riqueza y desarrollo compartible.
La continuidad creativa y renovada de una política industrial completa, especializada y tractora, es, sin duda, una apuesta segura. Con zombis inevitables que han de merecer, también, nuestra atención. Una economía no se da en su totalidad en etapas únicas y segmentadas de reestructuración, inversión o innovación. Para bien o para mal, todos ellos coexisten al tiempo y todos requieren la actuación decidida, también y en especial, de los gobiernos. Es precisamente esto lo que exige y justifica estrategias y políticas industriales para ganar el futuro. En esta línea, merece la pena observar a nuestro alrededor. La propia Alemania (cuyo intento en respaldar empresas históricas para liderar Europa que señalara Vestager) está inmersa en su “Nueva estrategia y políticas Industriales para el 2030” reivindicando la necesaria intervención decidida de sus gobiernos para garantizar el bienestar de sus ciudadanos, o Japón inmerso en su siempre renovada “Estrategia Industrial” con su particular (y exitosa) focalización en acuerdos bilaterales diferenciales como el caso de su especial acuerdo Arabia Saudí-Japón soportada en el binomio de intercambio: energía saudí por tecnología, formación y desarrollo industrial aguas abajo para la Arabia post petróleo, o la no tan lejana política industrial emiratí que conduce a Dubai a una apuesta de industrialización desde su fortaleza logística en desarrollo y sus “empresas tractoras” hacia nuevos mercados e industrias clusterizadas (marítima, aeroespacial, plataformas de acogida de farma y metal mecánico-aluminio-operaciones manufactureras transitarias), o la envidiable estrategia y visión 2030 de Noruega, apuntalando sus clusters vanguardista evolucionando de sus capacidades offshore y energéticas hacia la economía azul y verde con el máximo desarrollo de su investigación bioquímica y, por supuesto, su potente “plaza financiera” de soporte y apoyo a su industria.
En definitiva, pese a las dificultades en su formulación e implementación, la política industrial goza de una muy buena salud y, pese apariencias coyunturales, requiere construirse desde fortalezas reales, desde la cultura propia de cada tejido económico en el que se diseñe y aplique y obliga a atender, a la vez, tres espacios convergentes: su economía de factores, su economía inversora y su economía innovadora. En el largo camino, encontrará zombis, empresas tractoras, líderes innovadores, campeones globales. Y, por supuesto, como en toda estrategia, gobiernos y empresas han de asumir riesgos (en ocasiones no saldrán bien) y pueden equivocarse.