(Artículo publicado el 9 de Julio)
En el momento de escribir este artículo, los medios de comunicación destacan el anuncio de la aprobación inminente en el Consejo de Ministros españoles de «una histórica oferta de empleo público» que según el titular elegido «crearía en torno a 20.000 empleos».
Sin duda, la creación o regularización (según se mire) de 20.000 empleos, es una buena noticia para un país líder en el desempleo europeo con un arrastre estructural de su incapacidad histórica para la generación de empleo sostenible. Gobierno español y sindicatos han lanzado las campanas al vuelo y ponen el acento de sus mensajes, bien en la cobertura de espacios públicos desatendidos, en la extraordinaria lucha contra el fraude, o en determinados colectivos concretos que parecerían resolver algunos conflictos en curso (evaluadores del carnet de conducir, inspectores de Hacienda, «aumento» de funcionarios en los servicios públicos de empleo, «policías sanitarios territoriales» o personal de la administración de Justicia). En definitiva, pendiente de la convalidación del Decreto Ley correspondiente en el Congreso, se trataría de 20.352 plazas de las que 10.000 serían de libre ingreso en la Administración Central (General) del Estado y la Administración de Justicia, 5.000 de promoción interna (ya ocupados y existentes) y 4.000 extraordinarios en el refuerzo de las competencias recentralizadoras de la Administración Central (Hacienda, Trabajo, Seguridad Social, Empleo…). Nueva oferta para una plantilla actual de 525.000 personas empleadas en la Administración Central (553.000 en el año 2007). La fuerza «creativa» de empleo en este momento, podría adormecer debates imprescindibles sobre los que la Sociedad debería posicionarse más allá de un hecho, en apariencia meramente coyuntural. Quizás el momento veraniego no haya sido casual y un gobierno que nos tiene acostumbrados a gobernar a golpe de decreto ley, tira de boletín con las maletas veraniegas preparadas.
La noticia merecería algunas reflexiones y consideraciones para valorar su bondad, su adecuación a las necesidades del país y su gobernanza, y a la creación de empleo en sí mismo.
Si echamos mano del Informe de Competitividad del País Vasco 2017 (¿Y mañana?) recientemente publicado y utilizamos algunas de las reflexiones en materia de gobernanza, más allá de sus conclusiones y/o recomendaciones para el caso vasco, podemos constatar una serie de hechos objetivos que determinan la evolución del rol y composición de las Administraciones Públicas a lo largo del tiempo. Resulta evidente que los Estados-Nación, con mayor o menor eficiencia y acierto, además de voluntad política y decisión y control democrático, han recorrido un doble camino de «cesión competencial» hacia entes supranacionales (caso UE, OTAN, «Acuerdos Globales«…) o entes infraestatales (Estado de las Autonomías, por ejemplo, o Ley Municipal y de entes locales). A la vez, la economía y los impactos innovadores, territoriales, tecnológicos, sociales y condicionantes socio políticos, han dibujado nuevos escenarios que incrementan la incertidumbre y complejidad, exigen estrategias y políticas públicas novedosas y diferenciadas, demandan nuevas competencias y capacidades de sus gestores y administradores, fijan nuevos marcos regulatorios y normativos, exigen modelos coopetitivos de actuación, obligarían a transformaciones radicales en las diferentes Administraciones Públicas y condicionarán la interacción (interna y externa) en diferentes niveles de gobierno, en concurrencia multi-competencial para afrontar los desafíos existentes. Más allá del consabido discurso sobre las duplicidades competenciales, las ventanillas únicas o las «bolsas de ineficiencia» achacables a una organización confederada peculiar y singular, que tiende a simplificar la realidad de un mundo complejo en sí mismo, que hace inevitable convivir con múltiples sistemas de gobierno, multiplicidad de agencias, instrumentos y Organismos y un diálogo permanente bajo un amplio abanico de instrumentos de control, participación y coordinación con jerarquización necesariamente difusa en espacios concurrentes y compartibles.
Si además, miramos con una cierta perspectiva las megatendencias con las que habremos de convivir de una u otra forma, constatando que todo gobierno y toda área de actividad exigen la participación de multiniveles territoriales con la consiguiente asimetría real (modelo productivo, aspiraciones de autogobierno, capacidad y voluntad legislativa, sistema fiscal, de financiación y protección social, seguridad, interacción con mercados exteriores, lengua, cultura, posicionamiento geográfico, demandantes de estrategias propias, únicas y diferenciadas), enfrentados a desafíos complejos no siempre coincidentes en tiempo e intensidad con otros, y que han de asumir transformaciones de todo tipo (sobre todo intangibles), parecería evidente que cada Administración Pública tiene nuevos roles y nuevas políticas públicas que acometer. Adicionalmente, hechos relevantes como determinados cambios demográficos, los crecientes movimientos migratorios, la presencia de la llamada economía ilícita, la «economía colaborativa» y/o «capitalismo de base popular y múltiple» que introducen nuevas maneras de entender el empleo, el trabajo, las relaciones informales entre las partes, nuevas regulaciones, nuevas plataformas tecnológicas, suponen inputs de inevitable trascendencia. Ni qué decir de la llamada revolución 4.0 que provocará todo tipo de nuevos modelos de negocio o actividades transversales, afectando a todas las industrias (también al empleo en las Administraciones Públicas). Y, por supuesto, sin valorar el realismo o no del determinismo de la incorporación de la automatización, la robótica o la inteligencia artificial y su impacto favorecedor o sustitutorio del empleo que provoca una nueva óptica a considerar.
Finalmente, en lo que a este escenario general respecta, no cabe duda que las estructuras flexibles, interdisciplinarias, ágiles, transformadoras, innovadoras, serán clave en el éxito de cualquier apuesta y estrategia empresarial, territorial o de país y serán el verdadero determinante del bienestar y desarrollo competitivo e inclusivo de cualquier sociedad.
Con un panorama como el anterior, ¿basta con sustituir las plazas actuales por nuevos funcionarios o resulta imprescindible un trabajo previo de redefinición del impacto esperable en cada puesto y administración concreta?, ¿no resulta imprescindible, en el Estado español, afrontar una nueva configuración del llamado «Estado de las Autonomías»?, ¿no resulta evidente que el desarrollo asimétrico existente demanda estrategias propias diferenciadas, acelerar procesos de «devolución competencial» y reducción/modificación» del rol de la Administración Central y nuevas políticas públicas distintas desde diferentes Administraciones Públicas? Esto también es autogobierno, política de Estado y responder a las «necesidades y preocupaciones reales de los ciudadanos».
Recordemos un hecho adicional que no parece haber tenido demasiada repercusión pública más allá de algún artículo en la prensa económica con algunas aportaciones un tanto sesgadas: la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la Ley de Unidad de Mercado. Su publicación, se presentaba bajo el titular de «Duro golpe a la Competitividad», «Atentado al libre mercado y la globalización», «Costará 45.000 millones de euros a las empresas multinacionales en España»… y se pedía al PP, PSOE y Ciudadanos (el resto no debemos contar para nada cuando de «construir Estado y Mercado eficiente» se trata, visto desde la globalizada Madrid), «buscar cualquier alternativa a la ley para sortear la errónea decisión del Tribunal…». Dicho Tribunal, político y de más que cuestionable composición y funcionamiento, ha dictado una sentencia en contra de la pretendida «licencia única» que la mencionada Ley calificaba de intromisión, trabas comerciales, freno a la inversión con la fragmentación del mercado único en «17 islas autonómicas» al servicio de ideologías nacionalistas, creación de monopolios y clientelismo político…
Es decir, reconoce algo obvio. El mundo entero, su economía, se mueve en espacios interdependientes complejos, organizados bajo poderes soberanos o autónomos diferenciados, bajo controles democráticos (en su mayoría) que han de adecuar sus áreas competenciales y políticas públicas a sus necesidades concretas.
¿No sería razonable aprovechar la oportunidad que todos estos elementos de cambio provocan en la necesaria dotación de nuevas plazas de empleo público para repensar el propio hecho de la función pública (su forma de acceso, promoción interna, formación, evaluación… continuidad o no en una plaza, duración de su contratación versus puestos de por vida, etc.), la redefinición del servicio y función en sí mismo y la necesidad y eficiencia de su existencia (los servicios públicos de empleo son un buen ejemplo histórico de su insignificante valor añadido a las políticas activas de empleo), la dotación de profesorado y gestores docentes en un sistema educativo de bajos resultados comparados, la lógica de un repliegue de determinados cuerpos de seguridad del Estado y su adecuación competencial y a nuevas realidades delictivas y de seguridad, o a la racionalidad de la economía o de las relaciones internacionales, por ejemplo?. ¿No ha de considerarse en el debate el dualismo del empleo vigente, entre fijos y temporales, de por vida o indefinidos de mercado, públicos o privados, por decir algo?
En definitiva. Bueno es que se creen puestos de trabajo y que se refuercen los roles públicos imprescindibles para el desarrollo y progreso social. Ahora bien, ¿no merece la pena hacer los deberes previos y repensar la gobernanza, el rol de las diferentes Administraciones Públicas y las competencias, capacidades, perfiles y condiciones de las personas que han de desempeñar las nuevas funciones del futuro?