(Artículo publicado el 11 de Septiembre)
Este pasado día 8 de septiembre, los vascos hemos celebrado el día universal de la Diáspora Vasca, conmemorada, en esta ocasión, a través de un encuentro institucional que unía al Gobierno Vasco, a la Comunidad de Iparralde y representaciones del resto de instituciones y organismos representativos de nuestra voluntad democrático-institucional, en el embrión de Euskadi y corazón de Europa, en la antigua capital Navarra, Donibane Garazi, así como al universo de diferentes colectividades vascas en el exterior. Entidades que, a través del Consejo Asesor de las Colectividades vascas del exterior, decidieron, en su día, celebrar este día de reconocimiento, impulso y puesta en valor de la correspondiente iniciativa.
Como la de otros muchos pueblos, nuestra diáspora supera a la población total en nuestro espacio físico o territorio, a las configuraciones geopolítico-administrativas “temporales” y a los migrantes “propios” no reunidos en torno a las comunidades institucionalizadas. Nuestra rica historia, ya sea por diferentes condicionantes sociales, económicos o políticos, ha generado, a lo largo del tiempo, amplias y diversas olas migratorias hacia el exterior, íntimamente orgullosas de su origen y cultura, están especialmente comprometidos con el país, solidarias con otras olas migratorias que se incorporan, paso a paso, a sus nuevas comunidades, en un principio, de acogida y, finalmente, propias, en esa doble pertenencia que la diáspora genera. Dos naciones un destino.
Hoy, cuando las prospecciones demográficas conceden un muy relevante papel a las diásporas mundiales (atendiendo a cifras oficiales de Naciones Unidas en torno a 300 millones de migrantes internacionales o ciudadanos de países distintos a aquel en el que nacieron, concentrándose más de 85 millones en Europa y 51 millones en los Estados Unidos de América, el top 10 con el 30% del total entre 10 países) y anuncian nuevas olas migratorias, por lo general, consecuencia de impactos negativos asociados a cambio climático, epidemias, conflictos, catástrofes o a la “competencia” por el talento y el empleo, cobra un mayor interés la presencia y fortaleza de las diásporas. Se destacan los “beneficios” que aportan, tanto tangibles, como intangibles, más allá de su impacto económico, cultural y demográfico, reconfigurando la personalidad y carácter de las poblaciones de llegada, así como de ellas mismas y, por supuesto, también, del pueblo y comunidades originarias.
Sin esperar nada a cambio de su país y pueblos originario, ni mucho menos de sus instituciones (las más de las veces inexistentes o debilitadas en los momentos que provocaron o padecieron la salida al exterior), nuestra diáspora (como otras muchas), tejió un compromiso e identidades indisolubles con el país, más allá de situaciones temporales, convirtiéndose en el representante colectivo y cualificado, emergente, del país y su gente. Más tarde, a medida que la situación lo posibilitaba, se abrieron pasos para la institucionalización de una relación normalizada, de reconocimiento, agradecimiento, impulso, colaboración y participación hacia una simbiosis que habría de ser plena, aumentando y solidificando un compromiso, representación y solidaridad permanente. Con el tiempo, y cuando las circunstancias lo permitieron, el Parlamento Vasco aprobó la Ley 8/1994 del 27 de mayo, con la motivación doble de una institucionalización de los entes asociativos en torno a lo que se han venido relacionando a lo largo del tiempo, así como de la interacción (y acompañamiento o atención, en su caso) con las demandas sociales, económicas, políticas, culturales requeridas. Dicha Ley, supuso, también, y de manera muy especial, una idea de reparación de las consecuencias humanas y materiales que siguieron las situaciones de conflicto, emigración forzosa y, sobre todo, exilio obligado, tal y como lo recoge su propia exposición de motivos.
Hoy más que nunca, las características propias de la internacionalización abren -o refuerzan- nuevos cauces e intensidades en la consideración y mirada a la diáspora y, en consecuencia, la necesaria actualización y orientación de nuevas políticas e iniciativas para su impulso, contando de manera real y activa con su decidida participación. Asistimos a un nuevo espacio caracterizado por previsibles olas migratorias que exigirán políticas activas, actuación positiva, ordenada y de máxima acogida e inclusividad, apoyo-respeto-participación, en favor mutuo (población migrante-comunidad origen), además de responsabilidad social, máxima protección de los derechos de la gente y nuevas oportunidades a futuro. Nuevos impulsos transformables en oportunidad social y económica, más allá de reconocimiento a las demandas preexistentes, que como ciudadanos vascos les corresponde y, más allá de la complejidad político-administrativa, que dificulte su aplicación extensiva.
Estas olas migratorias, indistintas, deben enmarcar un espacio especial propio. La diáspora vasca, en nuestro caso, por encima de situaciones coyunturales, geopolíticas, administrativas, de “legalidad” que confiera el carácter nacional, ciudadano, residente… de las personas en países concretos y de la “condición política de vasco” que pudiera atribuirse o reconocerse, han de incorporar a todo miembro de la diáspora, en cualquier momento, circunstancia histórica, o situación de hecho, como sujeto integrante e indisociable, de pleno derecho, del país origen (Euskadi).
La diáspora vasca, además de su percepción voluntaria de identidad, imagen, compromiso permanente, de pleno sentido de pertenencia, ha jugado, juega y jugará un papel relevante en nuestro futuro. Por convicción, sin duda, por interés mutuo, también. Piedra angular para la imprescindible creación de espacios colaborativos en lo económico, político, social y la imprescindible cooperación activa al desarrollo y generación-atracción de talento, en un claro enriquecimiento “bidireccional”.
Nuestra diáspora en particular es una pieza natural e indistinguible del propio pueblo vasco, contribuyente irremplazable en el desarrollo del país, configurando una propuesta única de valor, enriqueciendo múltiples “mecanismos” clave, generando nuestra propia unidad de acción a lo largo del mundo.
Una visión estratégica ha de conferirle un rol determinante en nuestra apuesta de futuro y reinvención permanente, imprescindible, sumando representación bidireccional en todos aquellos flujos de talento, capital humano, recursos (económicos, financieros) entre familias, comunidades, organizaciones de todo tipo. Nuestra diáspora facilita el acceso (y confianza) a/en la inversión, aporta transferencias de capital humano en todo tipo de iniciativas (culturales, sociales, económicas, políticas), es fuente real de emprendimiento (aquí y allí), de turismo, de enriquecimiento e intercambio cultural. Una insustituible fuente de confianza, conocimiento y visibilidad en el exterior más allá de un “lobby inteligente» por crear desde aquí. Refuerza y potencia sistemas educativos, ecosistemas políticos y referencias académicas. En definitiva, parte esencial de una diplomacia inteligente real y activa.
Hoy, sin duda, la primera y próxima mirada pasa por la cultura, por la lengua, por el recuerdo y la añoranza familiar y personal, por el recuerdo a las circunstancias en que se ha vivido, por el recorrido caprichoso a lo largo del mundo en el que hemos encontrado un abrazo amigo y desprendido… Pero, mucho más allá de este valioso referente, nos corresponde pensar, también, en lo mucho que podemos y debemos de hacer con la suerte y privilegio de contar con amigos aliados a lo largo del mundo. Puertas abiertas para nuevos espacios de futuro.
En definitiva, un día para celebrar y honrar todos los días del año. Mucho más que merecido reconocimiento y compromiso, una apuesta de futuro.
Este 8 de septiembre nos hemos unido, sin duda, a nuestra inmensa diáspora, compartiendo sueños, solidaridad, reconocimiento y, esperemos, futuro.