(Artículo publicado el 7 de Julio de 2019)
En los últimos meses asistimos a una confusa situación en torno a la formación de gobiernos autonómicos y central en el Estado español, bajo la triste aparente inoperancia política en la que unos y otros se dicen “los preferidos de los votantes para gobernar”, carentes de la mayoría parlamentaria necesaria para formar un gobierno, a la vez que apelan a “la responsabilidad de la oposición para firmar cheques en blanco de adhesión incondicional al supuesto líder correspondiente”, en cada caso, sin oferta programática o colaborativa alguna. Llama poderosamente la atención que, hasta el momento, nadie haya expuesto un solo programa de gobierno, una sola apuesta de futuro o un proyecto al servicio de la sociedad. Como casi siempre, Euskadi y Catalunya son una excepción, bien desde el llamado “oasis vasco” con mayorías democráticas claras y suficientes, o en el futurible y especial camino hacia el “estado republicano catalán”.
En esta línea, un tanto parecida en el fondo, si bien cabría esperar un comportamiento diferente en Europa, la designación de las principales autoridades en sus Instituciones ha puesto de manifiesto el absoluto divorcio entre la “añorada y quimérica Europa” de quienes queremos seguir viendo la Europa de los principios, la dimensión y cohesión social, desde su fortaleza democrática y espacio ejemplar de libertades y prosperidad, y, por contra, desgraciadamente, la real, que observamos con tristeza y decepción día a día.
Una vez más, hemos comprobado que el Parlamento europeo ni es un Parlamento, ni se le espera, que la participación ciudadana y democrática ni tan siquiera se respeta en su mínima oportunidad limitada a votar cada cinco años confiando en que su voz tenga algún valor real, o que la supuesta separación de poderes sucumbe a un simple juego de gabinete entre líderes de gobiernos estatales con peso diferenciado, acostumbrados a imponer sus acuerdos cambiantes día a día según sus propias prioridades coyunturales, configurando no ya una Europa a dos o tres velocidades, sino a un club cerrado de cuotas y repartos de poder Estado a Estado, partido a partido, sin diferenciación alguna por ideologías, escenarios y modelos de futuro: Una vez más, Europa rompe con sus propias reglas del juego para imponer la voluntad de unos pocos. ¿Es de extrañar la desafección de la sociedad?, ¿resulta increíble constatar el escaso peso que, de forma creciente, otorgan Estados Unidos, Asia o, finalmente, el Reino Unido a lo que cabe esperar de la Europa de los próximos 30-50 años? Así las cosas, más pronto que tarde habremos de cuestionarnos si merece la pena seguir esperando la Europa del futuro en lugar de anclarnos en el recuerdo de la Europa del pasado, superadora de la guerra, generadora de altos niveles de bienestar e impulsora de un determinado modelo socio-económico alternativo al vigente en el pasado y, en consecuencia, emprender nuevos caminos. Entre tanto, escuchamos voces que insisten en términos positivos: reparto igualitario de género en las cuatro posiciones de dirección institucional, “capacidad de gestión de una composición compleja de Estados Miembro dispares” y, como siempre, “evitar la ruptura o abandono del proyecto por diferentes Estados Miembro” ¿Para qué modelo de vida y futuro?, ¿en manos de qué sistema de gobernanza?, ¿con qué respuestas ante los desafíos de un mundo cambiante en el que habremos de vivir?, ¿desde qué control democrático? Nos preguntamos por la coherencia en los nombramientos y perfiles: ¿Asistiremos a la vuelta de los éxitos del modelo de economía social de mercado de los principales inspiradores de la creación Europea y ejecutados desde el filtro de la subsidiaridad por aquellos líderes de la antigua democracia cristiana europea de la mano de los Lubbers, Kohl, Santer, dirigiendo las “revoluciones transformadoras” de la nueva Europa Central, al apostar por Ursula Von der Leyen al frente de la Comisión Europea?, o, por el contrario, ¿contaremos con un Banco Central Europeo, dirigido por Christine Lagarde, imponiendo restricciones a cualquier política diferente a las recetas continuas del FMI en los países “rescatados” y se moverá a la contra de cualquier diseño de política de la Comisión?, ¿y dejaremos la representación de la voz europea, a lo largo del mundo, en la prepotente soberbia conflictiva de un Borrell incendiario actuando como verso libre?, ¿y todos ellos acompañados por un Parlamento presidido, a medias, por social demócratas y “populares conservadores” pendientes de lo que hagan sus respectivos partidos en diferentes Estados Miembro, aplicando políticas propias y “nacionales” (en palabras del presidente español Sánchez: “Europa ha vuelto”) mientras predican discursos “contra los nacionalismos destructivos” (todos menos los suyos) excluyendo a todos los Estados Miembro de “nuevo cuño” o “del Este”, así como a toda nación sin Estado o minoritarios en esta “diversa Europa”?, ¿jugará algún papel relevante y autónomo el presidente Charles Michel desde su experiencia confederal en Bélgica para explorar y posibilitar nuevos caminos? O, simplemente, ¿los parlamentarios se verán obligados a integrarse en Grupos Políticos en función de reglamentos insensibles a la realidad, compartiendo grupo con ideologías, proyectos y aspiraciones distantes y enfrentadas? Confiemos en el optimismo de las escasas voces que quieren ver la exitosa gestión de una elección compleja y que, en algún momento, surjan propósitos y caminos coherentes e ilusionantes.
Pero, mientras Europa y España configuran sus órganos de gobierno, el mundo sigue su vertiginosa marcha en direcciones dispares. Cuando contemos con gobiernos, confiemos que se unan a la variada riqueza de múltiples debates prospectivos a lo largo del mundo, en medio de una gran incertidumbre dominante que cuestiona, de una u otra forma, la economía y sociedades del futuro cuyo impacto global y local (además de personal) hemos de disfrutar o padecer. En consecuencia, necesitamos de los gobiernos e instituciones, de forma relevante, para tomar las decisiones estratégicas necesarias para afrontarlas. Sea de una manera u otra, es clara la evidencia en torno a la relevancia e impacto asociable a las tecnologías exponenciales y/o emergentes, al futuro del trabajo, la nueva sociedad/estado del bienestar, la transición ecológica, la urbanización y mega concentración de ciudades (inteligentes y vivibles se supone), la educación, movilidad, salud, demografía, desplazamiento económico hacia Asia… y, por encima de todo, cómo conseguir “un nuevo mundo centrado en las personas y el desarrollo inclusivo”, mitigador o superador de las desigualdades.
Para su logro, nadie cuestiona una agenda que priorice las consecuencias de la revolución de internet, la imparable y deseable digitalización de la economía y la sociedad, la irrupción generalizada y accesible de las tecnologías “exponenciales” (sobre todo la gestión y propiedad de los datos masivos y la inteligencia artificial) y la inevitabilidad de focalizarnos en el crecimiento, fruto del trabajo-empleo-remuneración como eje del bienestar que se ven confrontados con el concepto asociable al futuro del trabajo no asociado directamente a la retribución individual, dando pie a conceptos como nuevas redes de bienestar desde la renta básica, la salud universal, la nueva educación personalizada a lo largo de toda la vida, la longevidad en el envejecimiento pasivo y sus consecuencias socio-económicas y, por supuesto, el modelo económico transformador que generen. Sin embargo, abordar “lo inevitable o deseado”, exige decisiones importantes sobre sus consecuencias, el control y propiedad de las mismas y su impacto diferenciado en personas, comunidades, lugares y tiempos concretos. Si bien, a lo largo del mundo, de derecha a izquierda, se da una creciente ola favorable a la nueva digitalización como fuente de transformación positiva, conviene reparar en el rol que han de jugar los diferentes agentes, gobiernos incluidos, de manera especial, convencidos de la necesidad de facilitar qué avances y oportunidades extraordinarias de mejora en nuestras vidas no se convierten en una selva dominada por unos pocos. Un ejemplo, provocador a la vez que ilustrativo para la reflexión, viene de un interesante debate de la mano del destacado investigador en implicaciones sociopolíticas de la innovación y la tecnología, el bielorruso, Evgeny Morozov: “Capitalismo Big Tech: ¿Welfare o neofeudalismo digital?”. Asocia la última década de crisis (se supone que inicialmente financiera) aún no superada, con el auge de las plataformas y empresas tecnológicas, que han pasado a dominar Wall Street, triplicando su capitalización bursátil expulsando a los viejos líderes industriales centenarios, concentrando el poder global en cinco o seis grandes empresas. Mientras han cambiado nuestro mundo de la información, han facilitado nuestras vidas y demandas diarias y ofrecen un mundo inacabable de oportunidades abriendo las puertas o todo tipo de nuevas iniciativas y modelos empresariales, de negocio y oferta de servicios públicos, y lo han hecho reduciendo, de forma acelerada, los costes de estas tecnologías, promoviendo la transición hacia nuevas economías (no solamente la llamada economía colaborativa), surgiendo “nuevos contratos sociales”, concentran un poder excesivo, escasamente regulable o controlable, a la vez que transmiten “la evidencia” del desgobierno y la ineficiencia en los sistemas de gestión públicos, animando a una supuesta “nueva democracia en la red, individualista y sin reglas del juego”. Su reflexión sostiene nuestra falsa convicción de que estos costes marginales tendentes a cero (hoy asistimos aún al servicio “freemium”, gratuito a cambio de nuestros datos y publicidad no reclamada) nos llevará hacia un natural espacio “premium” del que no podremos desprendernos. De la misma forma avanzamos convencidos que “el nuevo poder” nos lleva hacia una progresiva descentralización y desregulación y una mayor libertad y capacidad de decisión individual y crece en nosotros, de forma consciente o inconsciente, una percepción de “absurdos Estados parasitarios”, aquellos gobiernos, instituciones o espacios públicos o de gobierno. Por el contrario, la admiración de los modelos de negocio de estos cada vez más poderosos nuevos conglomerados, propietarios del Big Data global (y personal) sin límites, provocaría el desencanto y nuestros sueños tras ese anhelado paraguas del Desarrollo Inclusivo, se verán condicionados por ese mismo sistema del pasado con otro traje.
Sin duda, más allá de la provocación intelectual y del acierto o no en el diagnóstico, nuestra sociedad necesita fortalecer la democracia, las Instituciones y el compromiso con principios, ideologías y modelos de bienestar y desarrollo. Necesitamos optimizar el uso positivo de las maravillosas oportunidades que la tecnología ofrece, pero, éstas han de situarse al servicio de las necesidades y demandas sociales, bajo propiedad compartible, acceso universal y control democrático. Así, constituir gobiernos desde el propósito y el para qué, favorecer la participación y control democráticos y entender el verdadero valor compartido empresa-sociedad, no son caprichos o simples palabras. Hacerlo o no, de una u otra forma, resultará esencial en nuestro futuro. Hoy, si cabe, tanto la política con mayúsculas, como la estrategia empresarial responsable son más necesarias que nunca. Llevarlo al ánimo de los líderes y agentes respectivos no debe decaer y hemos de fortalecer nuestro compromiso y responsabilidades democráticas en su acompañamiento y control. La complejidad e incertidumbre en que vivimos y habremos de vivir no da lugar ni a recetas mágicas, ni a soluciones simplistas. El rigor del análisis y sus consecuencias, el compromiso en y con las decisiones a tomar y la corresponsabilidad son absolutamente imprescindibles.