(Artículo publicado el 12 de Febrero)
El caótico funcionamiento del gobierno de coalición español observado en torno a la aprobación de sus proyectos de Ley, Decretos-Ley, “políticas de Estado” y sus nefastas consecuencias sociales y económicas, agravado por la guerra abierta en la que se empeñan sus protagonistas, genera sospechas fundadas de procedimientos irregulares en el seno del Consejo de Ministros, la toma de decisiones no colegiadas y el escaso o nulo control interno al que la calidad democrática exige.
Este hecho no solo pone en peligro su producción legislativa, su gestión de recursos y, por supuesto, su contribución a la definición de las estrategias país a largo plazo. Situación que se ve con preocupación añadida ante la complejidad económica y social que vivimos en un contexto geopolítico y geoeconómico global, de enorme trascendencia. Adicionalmente, el escenario electoral que se avecina en los próximos meses, la polarización extrema de sus contendientes, la aparente escasa o nula alternativa y el modo de funcionamiento de un presidente que ha hecho del “acuerdo incumplido o aplazado hasta una nueva necesidad puntual”, el recurso permanente a la propaganda y juego mediático y al mensaje del miedo apocalíptico: “Si no me apoyas, viene el diablo y te irá peor”, un panorama perverso. Panorama negativo, a todas luces, que lleva a mensajes simplistas, excluyentes y de ataques demagógicos y populistas, fáciles de comprar por una mayoría que, en teoría, le llevaría a ganar votos para reeditar el estado actual de las cosas. Así, uno de los reclamos estrella es la descalificación del empresario, de la iniciativa privada de éxito, de los profesionales cualificados que ejercen la alta dirección y de las empresas con buenos resultados. Etiquetas de neoliberalismo, insolidaridad, irresponsabilidad y escasa o nula sensibilidad ante las crisis y poblaciones más vulnerables, conforman un “ideario” que, por contraposición, consideraría natural, eficaz y de máximo valor todo gasto, propiedad o funcionamiento público, enfrentaría al empresario-accionista-directivo con el resto de los trabajadores, prescindiendo del concepto empresa y su rol esencial creador de empleo, riqueza y prosperidad y desarrollo social, además de unidad base como agente económico y de cohesión social, por no resaltar su rol como contribuyente al servicio del sostenimiento de los aparatos y estructuras del Estado y las políticas de justicia y equidad social de que disfrutamos.
Por otra parte, las empresas (de todo tipo) afrontan escenarios de profunda incertidumbre y riesgos, transformaciones y transiciones de calado y una complejidad sistémica cada vez más exigentes, con mayores compromisos y obligaciones además de responsabilidades y una creciente demanda social (también de los gobiernos) para nuevos roles y contribuciones a las diferentes sociedades en que operan en entornos cada vez más internacionalizados.
Esta situación, mucho más que coyuntural, debería llevarnos a llamar la atención e invitar a la reflexión y debate social en torno al viejo y constante mundo de la interacción empresa-gobiernos-comunidades.
Separar estos tres espacios esenciales para el bienestar y prosperidad de las personas que afecta, no solamente es un error, sino que no responde a la realidad operativa. Contemplar sus comportamientos como silos independientes, construir discursos simplistas de buenos contra malos, lo público contra lo privado, el compromiso de unos contra la irresponsabilidad de los otros, algunos generadores de riqueza y valor contra unos pocos que vivirán de los primeros y “secuestrar” el concepto y valor de la empresa para polarizar un debate extremo de confrontación entre unos y otros, obviando el rol y sentido de empresa, participada, con papeles y responsabilidades, aportaciones, diferentes entre unos y otros, convergiendo en bienes compartibles es un absoluto despropósito.
Hoy, en pleno cambio de paradigma (político, social, económico), en el punto de reconfiguración de espacios geoeconómicos y geopolíticos, en el repensar y reformular décadas de operativa mundial en entornos globalizados bajo el “control” de instituciones multilaterales y un cierto “pensamiento generalizado”, nuevas dinámicas sociales, políticas y económicas, exigen grandes transformaciones que “hacen inevitable” la colaboración público-privada, en múltiples niveles, desde sus papeles diferenciados, legitimidades fruto de diferentes fuentes y capacidades tractoras propias. El espacio ya al parecer olvidado por muchos, del trinomio Business-Government-Communities (Empresas-Gobiernos-Sociedades) que caracterizaba las políticas económicas y sociales de la llamada economía social de mercado, el propio viaje del socialismo hacia este espacio social demócrata y la reformulación de políticas públicas al servicio de las personas en comunidad en el marco de un determinado Estado de Bienestar, cobran mayor relevancia que nunca.
Aprender el camino de la colaboración lleva a una doble necesidad inevitable: el ejercicio de la coopetencia (una esquizofrénica a la vez que eficiente colaboración y competencia simultáneas, compartiendo objetivos, ideas, proyectos y recursos que añaden valor al conjunto), a la vez que fomentar estrategias, propósitos propios, diferenciados, únicos compitiendo por espacios de éxito), así como un segundo elemento crítico: la gobernanza.
El “buen gobierno corporativo” es muy exigente. El contexto en el que se desempeña la empresa presiona, en especial, a sus Consejos de Administración, Alta Dirección y Órganos Directivos-Asesores para su gestión. Más allá del diseño y control de su eficiencia-eficacia económico-financiera, que de manera sostenible y largo placista permita su adecuado funcionamiento, retribuya a todos los stakeholders implicados y ofrezca productos y servicios de valor para la sociedad, ha de aportar riqueza, empleo y bienestar más allá de sus límites. La necesidad de convivir un mundo de alianzas complejas a lo largo de extensivas cadenas de valor (locales e internacionales) obliga a una gobernanza que incorpore el nunca fácil proceso permanente de interacción con todo tipo y nivel de gobiernos e instituciones, además de con sus propios competidores en diferentes industrias, superando fronteras tradicionales de “aquellos viejos sectores” que la estadística oficial se empeña en mantener. De igual forma, los propios gobiernos y entes públicos conforman la otra cara de la moneda y han de transitar hacia nuevos modelos de gobernanza, empezando por la calidad de sus Consejos de Gobierno (en especial, como en el caso inicial señalado en este artículo, del Consejo de Ministros).
Afrontamos nuevos contextos mundiales que requieren profundas transformaciones. Cambios imprescindibles que requieren liderazgos y gobernanzas de alto nivel y máxima calidad. Avanzamos (ya estamos en ella desde hace mucho tiempo) hacia una “nueva economía”, al servicio de una, como siempre, “nueva sociedad” y estamos necesitados de potentes gobiernos y empresas motoras de los nuevos recorridos por realizar.
Es tiempo de redoblar esfuerzos y compromisos, generar confianza entre las partes y la sociedad, en su gobernanza en todos los niveles y espacios de impacto. La cooperación multi-agente, público-público, público-privado resulta inevitable e imprescindible. Sus jugadores clave: Consejos (de Gobierno y de Administración de las empresas), de la Alta Dirección (ya sea funcionarial y del sector público o de las empresas y organizaciones sociales), de la propiedad (Estado y accionistas de todos los niveles sin olvidar al pequeño ahorrador propietario, muchas veces sin ser conscientes de ello, de las grandes empresas a través de sus fondos y posiciones bursátiles), del trabajador (a lo largo de la escala variada en la empresas o por cuenta propia) y de diferentes gobiernos y países y, por supuesto, de las comunidades en las que vivimos. Para colaborar, un requisito clave es la confianza. Y a partir de ella, construir las complicidades y espacios compartibles. Hemos de convencernos que la complejidad del crecimiento en la que nos movemos y moveremos, exige compartir (ideas, conocimiento, medios, recursos de todo tipo) y asumir una apuesta de futuro, intergeneracional y duradera en el largo plazo, sostenible.
Un mal gobierno (de país, de empresa, de organismos varios) generará deficientes resultados y nefastas consecuencias para la población y sociedad a la que sirve. No estamos ante un “pequeño desajuste coyuntural”, sino ante un verdadero cambio de paradigma. El escenario de últimas décadas con el que hemos llegado hasta aquí ha cambiado y lo hará aún más. Son tiempos para nuevas e intensas transformaciones. Dinámicas para las que nos necesitamos unos a otros, en una creciente complejidad. Entenderla, identificar su impacto, trasladando a los procesos de toma de decisiones clave que permitan afrontar futuros deseables con las necesarias transiciones, adecuadas a la realidad de partida, es una tarea esencia que exige una alta calidad.
Empecemos por la calidad de nuestros espacios de gobernanza sabiendo que nuestros resultados exitosos vendrán explicados en gran medida no solo por lo que hagamos cada uno, sino por la contribución (y que tan bien o mal lo hagan) del resto. Sobra confrontación excluyente, necesitamos abundancia colaborativa y renovada gobernanza.
Sin duda, una exigente COOPETENCIA (cooperar y competir a la vez) basada siempre en un propósito auténtico traducido en estrategias únicas, modelos de negocio y de actuación coherentes con el rumbo estratégico y cultura organizativa, construyendo el bien común al servicio del bienestar de la sociedad.