(Artículo publicado el 10 de Marzo)
Ya en muchas ocasiones he insistido en el uso erróneo de los conceptos y el lenguaje, que tantas confusiones, equivocadas interpretaciones y peores estrategias y políticas, suelen asociarse al concepto de la tan extendida competitividad. La necesidad de añadirle un adjetivo (en solidaridad, económica y social, con rostro humano, por ejemplo) demuestra su mala comprensión y entendimiento del concepto, de su esencia y de la importancia que conlleva.
Ya el propio Instituto de Estrategia y Competitividad de la Universidad de Harvard, en su página web, inicia su apartado sobre “competitividad y desarrollo económico”, preguntándose qué es lo que explica que determinadas regiones o naciones sean más prósperas que otras y qué es lo que facilita que algunas empresas innoven y crezcan, para concluir que la competitividad es la única manera de alcanzar el crecimiento sostenible del empleo de calidad, de la mejora de los salarios y de elevar los estándares de vida de su población, si bien el concepto no está suficientemente entendido. El marco que lo define exige entender el entorno de la actividad económica, los modelos de negocio en el que operan las empresas e industrias, los clústers que lo posibilitan o potencian, los diferentes estadios de desarrollo en el que se encuentra el territorio-espacio-ecosistema requerido, el papel y políticas que desempeñan sus gobiernos, la calidad focalizada y debidamente articuladora de los diferentes jugadores desde entidades facilitadoras, el capital humano e institucional asociado y la estrategia económica país. Sin embargo, la simplificadora confusión entre competitividad y competencia, refuerzan su mal uso que, desgraciadamente, termina extendiéndose a las positivas e imprescindibles estrategias y políticas al servicio del bienestar de las sociedades a lo largo del mundo.
La competitividad supone un verdadero esfuerzo y compromiso colectivo en el que “prácticamente todo lo que hacemos importa” y define el resultado final. Se trata de coopetir (competir y colaborar a la vez), de generar partenariados o alianzas cuya suma diferenciada da lugar a beneficios para todos y una adicional creación de valor al servicio de todos los intervinientes que, además, superan con creces a las partes directamente implicadas, abarcando a todos los jugadores intervinientes e interesados (stakeholders), en procesos de cocreación de valor, o de valor compartido, con un bien superior, imposible de conseguirse por separado.
Clarificar este concepto resulta de especial relevancia en estos momentos en los que, más que nunca, la complejidad de los grandes desafíos a los que se enfrenta la humanidad exige todo tipo de alianzas entre diferentes, que, de manera inevitable, necesita encontrar espacios de convergencia a la búsqueda de múltiples objetivos. Convergencia de intereses y objetivos que, por encima de todo, han de asumir que cada uno de los implicados debe mantener y procurar sus propuestas y proposiciones únicas de valor, claramente diferenciadas del resto. Sin una propuesta única y diferencial, no existe una estrategia real, generadora de bienestar, de riqueza y de empleo. No se trata de abordar partenariados desde la renuncia de nuestros proyectos individuales, ni mucho menos de logros totalitarios monopolísticos o de singular discriminación excluyente de una sana y necesaria competencia (esta vez sí), incentivación y motivación de logro, motor de esfuerzo, dedicación, compromiso y aspiración individual y colectiva.
Hoy en día, hemos de retomar el esfuerzo por clarificar el entendimiento del concepto competitividad si queremos, en verdad, poner al servicio de la sociedad, de sus empresas, gobiernos, instituciones y de la propia academia, el bienestar y el bien común. Entendido el concepto y su verdadero valor, podremos adentrarnos en muchos de los elementos clave que la acompañan, descendiendo a muchos de sus factores que, de igual forma, terminan generando confusión y restando valor a su propia esencia. Hace unos días, por ejemplo, asistía con gran interés a la presentación de un extraordinario proyecto “innovador” del compromiso conjunto de una prestigiosa Facultad de Ingeniería y de una nada menos reconocida empresa líder de ingeniería e infraestructura, que patrocinaba “una iniciativa alejada de una donación filantrópica, con sentido impulsor de la necesaria innovación demandada por el país”. Anunciaban la dotación de una elevada inversión en un “clúster de innovación” de modo que la convivencia de diferentes laboratorios contiguos de hasta diez tecnologías disruptivas, permitiría a la Universidad y al país, contar con una herramienta única para afrontar los desafíos futuros. El proyecto presentado no había sido fruto de la improvisación, ni se habían escatimado recursos por parte de la empresa patrocinadora. Habían invertido grandes sumas para estudiar soluciones en varias Universidades y Centros de Investigación en el mundo (destacaban cuatro en cuatro países y geografías distintas), contratado potentes servicios de arquitectura y diseño, e invertido en equipamientos (sobre todo informáticos y de tecnologías de la información), hasta dar con el diseño óptimo y original para “generar un auténtico clúster de innovación”. Una vez más, el concepto clúster (binomio economía-territorio facilitador de la coopetencia, del conocimiento compartido tras objetivos específicos de competitividad conjunta entre todos los participantes y la totalidad del entramado económico, social e institucional, y su permeabilidad aguas abajo) se veía mal interpretado dando por hecho relevante el “espacio físico contiguo o más o menos compartido”, alojando proyectos disociados, escasamente relacionados y orientados hacia apuestas comunes. Sin duda, las instalaciones mejorarán los distintos espacios y prestaciones de cada uno de los laboratorios preexistentes, quizás puedan llegar a facilitar alguna conversación compartida e incluso algún proyecto más o menos colaborativo o un potencial trasvase de personas entre una empresa o laboratorio y otra vecina, pero no supondrá un clúster, ni podrá generar la fuerza de lo que este supone y su virtualidad creativa al servicio de un más que insospechado valor añadido, ni para el conjunto de los actores implicados, y desde luego, quedará muy lejos de articular un elemento esencial determinante de la competitividad buscada, integrador de todos los agentes implicados en el resultado final perseguible.
Este ejemplo no es ni único, ni raro. Son demasiadas las iniciativas que nos rodean a lo largo del mundo con la etiqueta y paraguas clúster, como si todos debamos poner un “clúster” en nuestra vida, improvisando, bajo su denominación o traducción todo tipo de iniciativas, instrumentos o concentración de actividades y personas. Desgraciadamente, sea por desconocimiento, prisas, copias simples o incluso por reticencias personales a utilizar términos acuñados por otros, proliferan denominaciones que generan confusión con escasa aportación de valor diferencial. Esto que podría parecer una simple anécdota, tiene una vital importancia en los tiempos que corren. No ya por que se le quiera llamar de una manera u otra, sino por el peligro de quedarnos en la superficie sin profundizar en su esencia. Hoy, la literatura económica, académica, científica y política, vive con inusitada energía (afortunadamente) un nuevo viaje hacia la fuerza de la política industrial como elemento clave en el desarrollo socioeconómico de los países, regiones y naciones y las estrategias de competitividad ponen un especial acento en la recuperación del tan olvidado y descalificado factor local. El nearbording, la resiliencia territorial, la recomposición de las cadenas globales (cada vez menos globales, más regionales, locales o glokales) reclaman el peso y consideración del territorio y áreas base y promueven recomponer o desarrollar verdaderos tejidos económicos-sociales-institucionales completos, facilitando la interacción coopetitiva de sus principales actores, coopitiendo en estrategias diferenciadas, encontrando su nicho y nuevos roles en el amplio especto mundial en el que nuevas reglas de la geopolítica, nuevo pensamiento económico a la búsqueda de mejores comprensiones y respuestas a los desafíos mundiales, permitan fortalecer soluciones, cocreando valor. Así, generamos HUBS, corredores, ecosistemas…, llenos de sentido (necesidad irrenunciable, fortaleza absolutamente imprescindible), optimización de recursos, mejor asignación de ayudas públicas facilitando la identificación de empresa y actores tractores que posibiliten el acceso a los objetivos compartibles del entramado pyme y micro pyme, y que sin ellos tendría enormes dificultades de acceso a las oportunidades brindadas, pero dejamos al azar o para mejores tiempos, el difícil trabajo previo que los haría exitosos: las reglas de las alianzas y de los objetivos compartibles, el verdadero sentido y propuesta única de valor, su gobernanza, las reglas claras de su financiación y la distribución coste-beneficio que habrá de generar, su tiempo esperable de relación, los límites a su compromiso y, por supuesto, su continuidad en caso de fallos no esperables en su financiación pública o punto de ruptura para hipotéticos desencuentro no esperables. La búsqueda asociacionista de la integralidad imprescindible para superar el desafío de turno.
En definitiva, no es cuestión ni de palabras, ni de purismos. Es cuestión de construir verdaderas estrategias para la competitividad de un territorio, de sus empresas, mejorando sus niveles de bienestar, riqueza y empleo.
Solamente entendiendo conceptos y profundizando en ellos, podremos adentrarnos en la mejora y actualización permanente de modelos, marcos, contenidos al servicio de los verdaderos objetivos esenciales que este mundo cambiante nos demanda. Pocas veces en nuestra reciente historia hemos contado con un consenso tan amplio por la apuesta, reclamo y validación de las políticas industriales, “con mayúsculas”, cuyos resultados han demostrado la mejora diferencial de quienes han apostado, de verdad, por ellas, aprendiendo y construyendo, día a día, con la participación inclusiva de todos los que hacen posible su éxito. Más allá del instrumento, la formalidad en el empleo, la minoración de la desigualdad (personas, regiones, comarcas, naciones), la colaboración y competencia simultáneas y la interacción de todas las diferentes políticas públicas bajo el paraguas de estrategias industriales, innovadores y socialmente responsables, han florecido y fructificado. Una buena base para el futuro.
Las decenas de miles de actores que han dedicado su esfuerzo a la construcción de verdaderas estrategias de competitividad, rigurosas y arriesgadas políticas industriales, a clusterizar la economía a lo largo del mundo, saben del largo plazo de intenso trabajo requerido para su logro, y las naciones y regiones que las han acogido de manera activa y no como un mero contenedor, contemplan su fortaleza e impacto diferenciado, traducido en mayores niveles de bienestar, productividad y desarrollo humano sostenible que sus apuestas han facilitado. Saben lo que es la competitividad, han cultivado el trabajo colaborativo y han experimentado el valor de cocrear riqueza junto con innumerables actores, trascendiendo de sus políticas e intereses particulares, legítimos, mucho más allá de competir, obteniendo beneficios colectivos, también.