(Artículo publicado el 24 de Octubre)
La crisis por ausencia inesperada de mascarillas, equipos de protección, o ventiladores para la atención de emergencia en los primeros días de lo que sería, poco más tarde, la pandemia del COVID, con la que aún convivimos, generó un creciente malestar y “estado de cuestionamiento y duda” sobre la capacidad manufacturera de los países más y mejor industrializados del mundo. Euskadi incluida.
Se cuestionaba en todo tipo de foros (y en los medios de comunicación), si realmente contábamos con un tejido industrial de primer nivel, en un país que hemos calificado (yo el primero) como, entre otras cosas, “la gran fabrica inteligente” en la que se puede fabricar y ofrecer un sistema, o solución completa (un avión, un coche, un ferrocarril, una sofisticada máquina herramienta…). Un tejido económico, suficientemente integrado y “clusterizado” que permite alianzas, cadenas de valor, sucesión de productos-servicios, sistemas superadores de componentes aislados, y se interrelacionan en una amplia red integrada de “ecosistemas”, facilitadores de la fabricación extendida, más allá de las fronteras específicas de una sola empresa.
Hoy, cuando la máxima intensidad de la letalidad pandémica abre vías para una rapidísima recuperación de la economía, nos encontramos con un exceso de demanda, ausencia de inventarios en un número importante de empresas y un enorme cuello de botella en las cadenas de suministro, en una serie ilimitada de industrias y productos, a lo largo del mundo. Y, precisamente, una de esas cadenas pasa por una referencia colectiva a “los chips”. Imagen clave que abre múltiples líneas de análisis y debate: ¿una globalización excesiva e irresponsable soportada en costes y salarios bajos favoreciendo geolocalizaciones no suficientemente coopetitivas, una excesiva “especialización excluyente” en pocas empresas y países, una mala estrategia de proveedores generalizada por ideas equivocadas, impuestas por la fuerza de las empresas tractoras-compradoras, monopolios con excesivo control no regulado de los mercados, gobiernos que han fallado en la orientación y regulación de las políticas industriales, insuficientes e inadecuadas infraestructuras logísticas y de transporte, falta de mano de obra en sectores esenciales clave (como transportistas, sin ir más lejos), mega dependencia de China en particular, Asia y terceros países, en particular? Muchas aristas a considerar.
Cuestiones todas ellas de suficiente relevancia y complejidad que habrán de ocuparnos en los próximos años, más allá de las actuaciones inmediatas que hemos de implementar con urgencia. El reclamo mediático comercial pone el acento, mientras tanto, en las Navidades, en los regalos (ya en marcha desde las campañas del “Black Friday”, “Halloween”… a las que la publicidad y ofertas milagrosas nos habrían acostumbrado) y la advertencia de que juguetes, electrodomésticos, ofimática, automóviles, alimentos y bebidas… no llegarán a tiempo para atender las cestas navideñas. Y, por encima de todo, la culpa de los chips.
¿Cómo es posible que algo tan pequeño, elemental en apariencia, en pleno 2021, en un mundo inmerso en los grandes avances tecnológicos que nos invaden las 24 horas del día, pongan en jaque a las potencias económicas mundiales? Es la pregunta que parece hacerse muchísima gente.
Entender la complejidad que implica disponer de “chips”, absolutamente diferenciados según su aplicación, la elevada capacidad y especialización en producción, tecnología, logística exigible, la necesidad básica de hacer disponibles materias primas (generalmente en zonas aisladas, regiones y países complicados, en conflicto cuasi permanente entre extracción-naturaleza-ecología), las infraestructuras requeridas (energía, carreteras, transporte marítimo y aéreo), el carácter vital de disponer de agua (en enormes volúmenes, flujos y acceso cuasi permanente), la robótica-máquina herramienta-automatización de altísima diferenciación, la formación de la “mano de obra” necesaria, la fiscalidad asociable en cada eslabón de la cadena, las estrategias de proveedores, el clima empresarial y rol de los diferentes gobiernos implicados y los tiempos necesarios, componente, todos ellos, también, de los modelos de negocio de las diferentes empresas en juego, explicarían que no es solo cuestión ni de buena voluntad, ni, mucho menos, de improvisaciones para “fabricar cualquier cosa en cualquier lugar”. “Un simple chip” nos señala un intenso y largo camino para repensar los tejidos económicos-sociales requeribles.
Más allá de los chips y el cuello de botella en diferentes cadenas de suministro, la recuperación de la economía se está viendo lastrada, también, por la temerosa algoritmia paralizante de las movilizaciones de recursos ante una potencial inflación global generalizada, el llamamiento a bancos centrales y de inversión, a organismos multilaterales y gobiernos a ocuparse prioritariamente del endeudamiento y de la acelerada y angustiosa “vuelta a la normalidad post pandémica”. Adicionalmente, en este largo listado de causas estrictamente alineadas con la economía y la industria, se suma el efecto perverso de la cadena energética, con síntomas de agravamiento en caso de un frío invierno. Si el cambio climático y la lucha contra sus consecuencias negativas alumbra una estrategia favorable a una economía verde de crecimiento, riqueza y convergencia de objetivos, en pro del planeta, pro-sociedad, pro-desarrollo, la coyuntura exige convivir con la realidad actual, el peso de los modelos urgentes, la importancia del gas y el papel aún clave del petróleo y los combustibles fósiles. Transición en curso.
Y, por supuesto, de manera esencial la propia salud, y la pandemia (que aún existe, aunque para muchos parecería haber terminado). Mientras la vacunación a nivel mundial sea tan desigual y mínima en la mayoría de la población, las variantes del virus sigan su batalla de refuerzo, los tratamientos ad hoc no alcance su pleno efecto y la insuficiencia de muchos de los sistemas de salud disponibles persista, la propia recuperación económica se verá lastrada. Salud-Economía-Salud en un círculo único.
Lo que hasta hace cuatro días era la luz de la esperanza y la constatación del éxito en las políticas y estrategias dinamizadoras de una acertada revitalización económica, la comprobación de una salida inmediata y reforzada de una infección imparable, y el acierto en políticas homologables extendidas a lo largo del mundo, así como una conectada hibridación tecnológica-empleo reformando el mundo del trabajo (y, sobre todo, el tele trabajo), conforman hoy un nuevo círculo perverso que viene a ensombrecer el futuro inmediato.
Cuando parecía superada la confrontación estéril economía vs. salud presuponiendo se trataba de espacios aislados de las ambiciones y aspiraciones de la sociedad, o bien de aspiraciones alternativas escasamente interrelacionadas, la realidad vuelve a recordar a quienes con tanta simpleza enarbolaban banderas acusadoras de quienes explicaban su vinculación inevitable. Ya sea por el peso de los condicionantes socio-económicos de la salud, la atención sanitaria aplazada y sus consecuencias negativas por su desplazamiento en el tiempo, o la máxima popular: “prefiero morir del virus que del hambre”, que obligaba a grandes poblaciones en desarrollo, a renunciar a las medidas sanitarias recomendadas con carácter global, la “vuelta a la normalidad”, desde diferentes procesos de desescalada, sugiere, de momento en algunos espacios concretos, nuevas restricciones.
Una vez superada, al menos en determinados países y regiones, el horror de la muerte masiva día a día, liberados determinados servicios sanitarios, la tendencia a “olvidar” la importancia de políticas al servicio de las necesidades humanas (salud, ingresos mínimos, garantías de empleo futuro, cuidados esenciales mínimos…) re focaliza miradas hacia una rápida financiación y fiscalidad al servicio de la elevada deuda mundial. Contexto en el que las proclamadas “nuevas apuestas de futuro” parecerían gozar de un consenso mundial, “salvar el planeta”, “combatir el cambio climático”, “saludo para todos, desde un exclusivo sector público” y una desenfrenada carrera por un mundo de bienestar -al menos en apariencia mediática- que responda en exclusiva a derechos (reales y otros sobrevenidos) y nunca a obligaciones (salvo para otros…), se ven hipotecadas por la coyuntura que enciende las alarmas y reabre viejas discusiones.
“Salvar el planeta sí, pero, mañana, que hoy me viene mal”. Energías verdes y adiós a los combustibles fósiles, sí, pero no me toques el coste de la luz. Nuevas tecnologías sí, pero que no me exijan aprender a convivir con ellas. Vuelta al trabajo y empleo sí, pero que me permita hacerlo desde casa y en el horario que el ocio y otras actividades me lo permitan… Diferentes ritmos, diferentes condiciones de partida, diferentes aspiraciones, compromisos. Compleja situación.
Contradicciones, temporales al menos. ¿Presupuestos públicos financiables que ya se pagarán desde futuras generaciones?, ¿frío o gas?, ¿asumir el coste del futuro y sus beneficios para otras generaciones?, ¿automóviles generadores de riqueza y empleo sobre la estructura industrial actual o bicicletas, vías propias, patinetes para sustituir, sin ley, al desplazamiento peatonal?, Sin duda, toda una disyuntiva social, de no fácil, ni única vía de solución.
A lo largo del mundo, el debate está servido.
Sin duda alguna, las voces dominantes del momento abogan por el “camino hacia una mejor sociedad del futuro”. De una u otra forma, es mayoritario el reclamo en torno a un renovado movimiento por un nuevo pensamiento, un nuevo y acelerado camino de la prosperidad e inclusividad. Los tiempos, pese a toda dificultad e incertidumbre, parecen propicios para cuestionar la situación actual, los resultados (sobre todo su distribución) obtenidos o la insuficiencia de objetivos logrados. La fotografía final parecería más o menos perfilada, no así la ruta a seguir, sus tiempos, y, sobre todo, los compromisos específicos para cada uno de los “stakeholders” (grupos de interés), personas, agentes socioeconómicos Y muchos partidos y grupúsculos políticos y mediáticos incluidos).
La hoja de ruta parecería clara y simple: compartimos una clara apuesta por una sociedad mejor, próspera e inclusiva, entendemos que exige construir sobre un renovado “contrato social”, que ha de guiarse con un proyecto y pensamiento de largo plazo que fije ritmos viables, responsabilidades distribuidas y comportamientos solidarios. Instrumentos e iniciativas colaborativas público-público y público-privadas. Un horizonte clave: el bien común. Ahora bien, ¿Cuándo?, ¿Quién y para quiénes?, ¿Cómo hacerlo? He aquí el verdadero reto. ¿En verdad, es esta nuestra agenda del futuro?