(Artículo publicado el 10 de Abril)
Hace unos días tuve la oportunidad de reunirme con dos dirigentes del país y acudían a la cita con una sensación de preocupación y urgencia, presionados por un par de cuestiones de relevancia que les ocupaban. Dos asuntos distintos, de diferente magnitud e impacto, pero con un denominador común: el resultado que a lo largo de los años habrían convertido en “erróneas” las decisiones que, tomadas en su día, no habrían respondido a lo inicialmente esperado. Consecuencia que hoy, situaban a quienes participaron de los respectivos procesos de toma de decisiones (sin mancha alguna de ilegalidad, favoritismo o búsqueda de beneficios personales o individuales) en el escaparate señalable de “actores de malas decisiones”.
Este hecho sucede todos los días. Vivimos rodeados de todo tipo de decisiones que, obviamente, generan resultados (positivos o negativos) y que, desgraciadamente, nos llevan a asumir como inseparables las decisiones y sus resultados, entendiendo que una buena decisión ofrece solamente beneficios y un mal resultado es, siempre, consecuencia de una decisión equivocada.
Fenómeno especialmente relevante en grandes proyectos, provistos de riesgo superior a los asuntos habituales, que implican complejos procesos y múltiples actores y que habrán de repercutir en la sociedad a lo largo del tiempo.
Releyendo a Annie Duke, en su exitoso libro “Thinking in Bets. Making smarter decisions when you don’t have all the factors” (Pensando en apuestas. Tomando decisiones más sabias cuando no tienes ni toda la información, ni conoces todos los hechos que lo rodean), con evidencias y ejemplos cotidianos, nos facilita la comprensión de dos cuestiones clave que determinan nuestras vidas (o simplemente nuestras opciones a lo lago de la vida): la calidad de los procesos de toma de decisiones y la suerte o el contexto ajeno a nuestro control. Entender esta diferencia a la vez que coexistencia de ambos elementos clave, es la esencia de los procesos de toma de decisiones.
Duke, destacada profesora de liderazgo y toma de decisiones, es una exitosa jugadora de póker, profesional en su momento, ganando una relevante fortuna en las mesas de juego. Son múltiples los casos que ella ha explicado en su larga trayectoria en el mundo de la teoría de juegos, los procesos para la toma de decisiones y el pensamiento que junto con otros relevantes académicos, constituyen referencia indispensable en la calidad de la toma decisiones ante problemas complejos, multi factoriales, en todo tipo de temáticas económicas, políticas y sociales. Como ella misma destaca, en un juego como el póker, decenas de decisiones, en entornos desconocidos e inciertos, sin conocer hechos reales de tus contrincantes, han de tomarse en poco segundos “mano tras mano”. Así con o sin la recurrencia del juego, en el libro ya comentado, alude a un ejemplo deportivo que generó, hace ahora más de siete años, gran polémica, no solo en el entorno deportivo en el que se produjo, sino un debate instalado en el mundo extradeportivo, académico, del management y profesional. En la Super Bowl de 2015 (final de la Liga Nacional del Fútbol Americano en los Estados Unidos), en una jugada crítica del partido, cuando todo llevaba a suponer que el equipo que iba por debajo en el marcador decidiera hacer una jugada concreta y ganar el partido, optó por una alternativa inesperada para la mayoría, siendo derrotado dada su mala ejecución (o el acierto del contrario impidiendo su logro). Los medios de comunicación masacraron al entrenador del equipo perdedor proclamando su jugada-decisión como la mayor estupidez, el mayor error cometido en la historia del fútbol americano. Tuvieron que pasar semanas para encontrar defensores de que la decisión tomada pudo ser la más indicada atendiendo a la experiencia, sistema de juego del equipo que la tomó y la estadística de fallos del contrario. Si con esta información el resultado hubiera sido otro, hoy hablaríamos de la decisión más inteligente y brillante en la historia del fútbol americano. El entrenador de entonces de los Seahawks de Seattle sería alabado por la historia de las “estrategias del fútbol” y sus contrincantes de entonces, “Los Patriots de Nueva Inglaterra” tendrían un palmarés menos en su exitosa trayectoria.
Volviendo al principio, con esta lógica, podíamos preguntarnos qué pasaría si repasamos un largo listado de resultados exitosos de proyectos complejos en situaciones de enorme incertidumbre y que sujetos a procesos de calidad en su toma de decisiones, hoy valorados, habrán fallado. El verdadero elemento diferencial no está en la asociación indiscutible determinista entre decisión-resultado, sino en la capacidad y oportunidad de “hacer buna una decisión tomada”.
Nuestras vidas y situaciones personales y profesionales están llenas de procesos de decisión. Las más de ellas se corresponden con situaciones no del todo racionales o con metodologías, información, procesos explícitos o conscientes. Pero, sin duda alguna, la inmensa mayoría de ellas, han dependido de la experiencia, la mejor de las informaciones disponibles, sabiendo, de antemano, que no existe la información perfecta en el momento de tomar una decisión que, al final, por muy colegiado y participativo que sea el proceso, corresponde a la “soledad última” de alguien, responsable de tomarla y al empeño en su ejecución -hacerla buena- y, por supuesto, a una cadena de circunstancias externas controlables o no controlables, e incluso “suerte” (generalmente aquello que no racionalicemos y que afecta a la opción elegida).
Toda esta “noma habitual” en la toma de decisiones, que se da en continuas y miles de opciones que la “alta dirección” (profesional, empresarial, de gobierno) obliga a interiorizar la responsabilidad de la calidad de los procesos y análisis a observar, a la importancia de entender los “marcos multi factoriales e interacciones” en el que han de encuadrarse las “pequeñas e importantes” decisiones a tomar, la evaluación de su impacto (del momento y, sobre todo, en el medio y largo plazo), la calidad del proceso seguido (en gran medida basado en la experiencia acumulada de quien a e decidir), de la confianza de las parte en los intervinientes asumiendo la “buena fe” y compromiso en la búsqueda del beneficio compartido de los implicados y, de manera muy especial, del esfuerzo sostenido en un propósito (el para qué de lo que hemos de elegir), la responsabilidad en la decisión-resultados entendiendo su diferenciación y el nivel o grado de los roles y ámbitos en que se decide. Estos ingredientes básicos, complejos, a la vez que comunes, son los que caracterizan la exigencia a las llamadas “Altas Direcciones o máximas autoridades”. Una publicación reciente, “CEO Exellence” (Seis pensamientos y directrices que distinguen a los mejores líderes del resto), editado por McKinsey, recoge, entre otros muchos casos, una sucesión de encuestas y entrevistas estructuradas del autor con los primeros ejecutivos de empresas relevantes o de instituciones y gobiernos. Básicamente les trasladaba su inquietud o sensación de que, dado su puesto y responsabilidad, “tendrían demasiadas cosas que atender y hacer”. La inmensa mayoría le confirmaban dicha impresión. Pero, aquella minoría que consideraba de mayor competencia e impacto en sus organizaciones le transmitieron lo siguiente: “En realidad, solamente tengo que ocuparme de una cosa: aquella que no puedan hacer el resto de la organización y sobre la que solamente ha de decidir el primer ejecutivo en el marco de la estrategia y propósito de la entidad”. Así de sencillo. La decisión buena o mala es algo cuyo resultado final será fruto de cómo hacerla posible, ejecución en la que intervienen muchos, en la que concurren muchos elementos externos y, las más de las veces, desconocidos e inciertos.
Juzgar a posteriori, sin la debida contextualización, sin entender que los actores de la toma de decisiones son múltiples, con diferentes cuotas de corresponsabilidad y, también, la influencia de la suerte, para valorar una relación decisión-resultado, no solo es un error, sino trasladar la causa del escenario final a un determinismo guiado por el azar. Aprendizaje, experiencia, responsabilidad, compromiso y apuesta son elementos esenciales del resultado, del proceso de toma de decisiones (más o menos explícito) y consustancial al rico a la vez que complejo día a día. Esta larga cadena de decisiones sí ofrecerá, en el tiempo, la calidad traducida en resultados.
Un mundo incierto y complejo no es la excepción, sino el campo de juego en el que han de darse los procesos de toma de decisiones. La calidad de los mismos, su propósito, el compromiso compartido en su ejecución, suponen la sabia indispensable para su logro conforme a lo previsto. Sin embargo, insuficientes, para garantizar un resultado concreto. Sin un proceso de calidad con dichos ingredientes no cabe esperar “buenos resultados”, pero aún con todo ello, desgraciadamente, sí caben malos resultados. En todo caso, la esencia diferencial consiste en “hacer buena la decisión tomada”.
El horizonte a largo plazo, las estrategias para conseguir superar los desafíos que enfrentamos, obligan a la toma de decisiones, de calidad, y a las apuestas clave, siempre basadas en una inevitable información imperfecta. Alta responsabilidad, no siempre reconocida.