Entre la humanidad y el desarrollo incluyente

(Artí­culo publicado el 20 de Septiembre)

La construcción de un futuro mejor se ve lastrada por la actitud y tendencia generalizada a proyectarlo sobre circunstancias coyunturales y el estado actual de las cosas, resistiéndonos a considerar la dinámica del cambio y las múltiples oportunidades que tanto la capacidad creativa e innovadora del ser humano, en Sociedad, es capaz de generar, así­ como de la fortaleza transformadora que la conversión de los desafí­os y «problemas» en oportunidades ofrece.

La sacudida de conciencias y desafí­os post-veraniegos que nos ha provocado la explosión de la población de refugiados en el seno europeo, nos obliga a salir de nuestra zona de confort y a ocuparnos de las soluciones exigibles para 60 millones de refugiados en el mundo, a la búsqueda de asilo, y a repasar la larga lista de paí­ses origen-destino que describen el mapa de horror que lo provoca. Tragedia que viene a sumarse a la ya generalizada desigualdad en que estamos inmersos, a la intensa, dolorosa e imparable migración económica y al reto inaplazable de la revisión en profundidad de muchos de los pilares en que se ha basado un determinado modelo de crecimiento y desarrollo.

En este contexto, más allá de los absolutamente imprescindibles acuerdos humanitarios (y obligaciones legales) que la Unión Europea parece que terminará asumiendo, finalmente, pese a su tardí­a reacción y a las divisiones internas (aún vivas en el momento de escribir este artí­culo), son muchas las necesidades y polí­ticas que las decisiones conllevan cara tanto a ofrecer una acogida real y plena, digna y sostenible, como a la deseada integración de los nuevos habitantes y ciudadanos europeos en todos y cada uno de los paí­ses destino a los que habrán sido asignados o a aquellos hacia los que libremente opten por trasladarse dentro del espacio común europeo. Proceso y desafí­o que trascienden del mundo del asilado, inmigrante o desplazado, para entrar, de lleno, en el ámbito de la inclusión (económica, cultural  y social).

Así­, la firme decisión de Alemania de comprometer la acogida a 800.000 nuevos habitantes-ciudadanos en su paí­s, sirve para múltiples análisis y valoraciones (de hoy y del mañana). Es el caso de Jennifer Blake, economista Jefe del World Economic Forum y miembro de su Comisión Ejecutiva y que ha co-dirigido el reciente informe sobre el «Crecimiento Inclusivo en el Mundo», fruto del compromiso conjunto de los diferentes Consejos Asesores en materia de Competitividad, Crecimiento y Nuevos modelos de desarrollo. Informe sobre la base del análisis pormenorizado de 140 Paí­ses-Economí­as diferentes, con especial énfasis en 36 paí­ses referentes, entre los que se incluye Alemania. Ella, tras felicitarse de la apuesta europea y de la «oportunidad» de romper con las polí­ticas escleróticas que se han venido aplicando, echa mano del análisis de los principales pilares y fuentes de la construcción de un modelo de crecimiento inclusivo que permita responder al desafí­o, mitigando los efectos de la desigualdad. Repasa los factores clave que el mencionado Informe plantea (más de 100 indicadores) y analiza las debilidades y desafí­os que habrá de superar una Alemania rica, tractora, lí­der en el entorno europeo y mundial pero con peligrosos lastres (nivel de ocupación y participación ocupacional -sobre todo de la mujer- en su economí­a y empleo, la escasa generación de nuevas empresas, la propia integración identitaria, logí­stica nacional a la que habrán de adecuarse los nuevos ciudadanos, el espacio de progresividad fiscal aún disponible, …). Destaca, también, las nuevas fortalezas que ofrecerán al Paí­s: el bono demográfico, educación y empleabilidad, juventud versus envejecimiento galopante en una cambiante nueva pirámide, empleabilidad, y, en definitiva, la necesidad-oportunidad de repensar una nueva estrategia de futuro (para Alemania, para Europa y para los paí­ses origen de los nuevo pobladores). Las directrices propuestas, ofrecen un marco de trabajo que pretende facilitar a los paí­ses (y a todos y cada uno de sus agentes institucionales, económicos y sociales) el diseño de estrategias y polí­ticas que potencien un amplio espectro de medidas, polí­ticas, incentivos y mecanismos que favorezcan la inclusión social en el diseño de las polí­ticas de crecimiento económico. De esta manera, un primer esfuerzo se ha realizado proponiendo, huyendo de recetas, elementos por considerar y experiencias parciales de éxito que sirvan de reflexión y guí­a. Iniciativas de todo tipo que aconsejarí­an a los gobiernos una revisión crí­tica de sus polí­ticas y, sobre todo, de la óptica y perspectiva desde la que se aproximan al «problema», utilizando preguntas correctas alineadas con el verdadero objetivo: ¿Es posible diseñar un nuevo modelo de crecimiento y desarrollo incluyente? Así­, la siempre aplazada verdadera reforma de los sistemas educativos y de formación para el empleo, la compensación e incentivación de la empleabilidad y el desempleado, el emprendimiento real y sostenible con su consecuente creación de activos asociados a la estrategia Paí­s, la inversión en la economí­a en el marco de sistemas financieros incluyentes, las polí­ticas de rentas, las medidas eficientes anti corrupción, la reformulación del rol del sector público y la función pública con la reforma esencial del personal de confianza y la dualidad seguridad-permanencia en el empleo respecto de la iniciativa privada, la dotación de infraestructura y servicios básicos, las transferencias fiscales… Viejos compañeros de viaje analizados bajo otros prismas.

Se trata de una importante iniciativa (ni la única ni la última) que contribuya a repensar el futuro de otra manera. Como en otros muchos casos, a lo largo de la historia, un inesperado cambio en las prioridades y condiciones ante las cuales se ha de reaccionar puede convertirse en una potente herramienta innovadora. En el caso de Alemania, sin duda, el nuevo desafí­o no ha de verse como un incómodo problema con el que convivir o que «deba tolerarse», sino como una extraordinaria oportunidad para plantearse un futuro distinto, más allá de la prioritaria acción humanitaria.

Por supuesto, la primera (y, en algunos casos, única) razón para ejercer la acogida de una población desamparada es la propia atención humanitaria que conlleva. Hecho esto, no debemos olvidar, tampoco, la oportunidad de hacer de las necesidades reales nuestras fortalezas y modelos de futuro, sabiendo -además- que esto no ha concluido. Pocos retos mayores tenemos que la necesidad de extender la participación y beneficios sociales junto con los beneficios del crecimiento económico en favor de mitigar la desigualdad, favorecer la integración y ofrecer un proyecto de futuro pensado en las personas. Así­, con las diferentes conclusiones del ya citado Informe, podemos afirmar que todos los paí­ses, sea cual sea su situación actual, están en inmejorables condiciones de mejora en este terreno, que no es viable separar crecimiento y polí­ticas económicas de polí­ticas sociales e inclusión, que promover estrategias de prevención, protección y seguridad y bienestar social no solamente es compatible con las polí­ticas fiscales y de endeudamiento, sino que generan, a su vez, claros retornos positivos en la competitividad de los paí­ses y sus economí­as y que, en consecuencia, no son polí­ticas de lujo para paí­ses ricos, sino de clara y necesaria aplicación a lo largo del mundo.

 La «crisis de los refugiados» ha puesto a Europa (y a los europeos) ante un reto inaplazable. No es posible disimular mirando para otro lado. Más allá del drama de quienes lo padecen directamente, las Instituciones europeas han comprobado la fragilidad de su modelo de gobernanza incapaz de «implantar soluciones europeas de emergencia», ha comprobado que sus ritmos no responden a las demandas reales de la Sociedad, que sus acciones u omisiones en determinados conflictos existentes, por muy lejanos que parezcan, producen consecuencias directas en casa, que no hay posiciones inmutables ni polí­ticas únicas sino que los tiempos, los acontecimientos imprevistos, las decisiones personales y colectivas en un momento dado, generan decisiones diferentes que han de adecuarse, en cada circunstancia, a necesidades y demandas distintas. Y han podido comprobar que determinados modelos de crecimiento y escenarios  pre diseñados  saltan por los aires.

   El desafí­o no es fácil. No se trata de mostrar una cara amable y solidaria, voluntarista, sino de toda una maquinaria de acogida que, además, no se limita a lo mucho que tanto Europa como cada uno de sus Estados Miembro y sociedades concretas han o hemos de hacer, o la compleja y largo placista actuación exigible en los paí­ses origen de los afectados. No es cuestión de improvisar medidas urgentes (absolutamente imprescindibles), sino polí­ticas y acciones sostenibles. Todo un desafí­o que se abordará mucho mejor si se concibe como una necesidad y oportunidad de cambiar las cosas construyendo una sociedad menos desigual, bajo un nuevo modelo de crecimiento incluyente, generador de riqueza y bienestar compartido y compartible. Los paí­ses que lo vean en positivo y en términos de oportunidad (no de utilitarismo mercantil), lejos de un peligro o amenaza para su confort y futuro, acertarán y diseñarán un futuro mejor.

En definitiva, parece ser que Alemania así­ lo ha entendido. Una buen noticia.

«Hicimos posible la voluntad del pueblo»

(Artí­culo publicado el 6 de Septiembre)

La Unión Europea cuenta con 28 Estados Miembro, de los que nueve (Chequia, Eslovaquia, Estonia, Lituania, Letonia, Croacia, Eslovenia, Malta, Chipre) no formaban parte de la misma y no eran Estados Independientes con anterioridad a la creación de la Europa de los Fundadores en 1951, a partir de la CECA o de 1957 con la Comunidad Económica Europea, embriones de la actual UE. Además ni la Antigua República Democrática Alemana formaba parte de un Estado Miembro, ni otros disfrutaban de una soberaní­a «de toda la vida», como Finlandia, que accede a su Independencia en 1917. Otros, en el momento de la creación de este selecto club, eran satélites de la extinta URSS y algunos, como España y Portugal, tení­an vetado su ingreso por su carácter de dictaduras impuestas por las armas, contrarias a los Principios de Copenhague, criterios indispensables para formar parte de la hoy Unión Europea. Es decir, que el mapa de la «vieja Unión Europea», contrariamente a lo que se piensa, parecerí­a más bien un renovado espacio innovador y creativo que ha generado nuevos modelos de organización territorial, polí­tica, administrativa y económica, adaptándose a la voluntad democrática, cambiante, que las diferentes sociedades europeas han ido manifestando a lo largo del tiempo. Si además, recordamos que esta nuestra Unión Europea incluye diferentes categorí­as a la de los Estados Miembro como el caso de los «Territorios Especiales» como Gibraltar, Ceuta y Melilla, o «Territorios Exentos» como Dinamarca, Reino Unido, Irlanda, o «Territorios de Ultramar o ultra periféricos» (desde Guadalupe y Martinica hasta Canarias), sujetos a relaciones especiales en el tratado de Adhesión, por no citar otras figuras como el Espacio Económico Europeo que une a los 28 Estados Miembros a Noruega, Liechtenstein e Islandia -quien por cierto ha rechazado el proceso de integración hace tan solo unas semanas- bajo acuerdos especiales como «estados Relacionados», o «los Protectorados y Potenciales Miembro» como Bosnia-Herzegovina y Kosovo, podremos comprender que la Unión Europea no es un modelo fijo de manual sino más bien un modelo abierto que se adapta a la realidad social, democrática y económica a lo largo del tiempo. Mención aparte, dada su excepcionalidad, es Chipre, cuya división territorial y poblacional, compartidas con la República Norte de Turquí­a y dos enclaves de un Paí­s tercero, configuran todo un esquema heterogéneo de adhesión y permanencia con plenos derechos.

Estas ideas cobran especial relevancia cuando, a nuestro alrededor, escuchamos manifestaciones «solemnes y rotundas» que pretenden convencer de la inviabilidad de cualquier alternativa democrática a construir un modelo propio e «independiente o secesionista» en el seno de la Europa actual. A juzgar por las grandilocuentes declaraciones de algunos personajes, cualquier demanda expresada por Catalunya o Euskadi, Escocia o Flandes, parecerí­a condenada a su exclusión de un espacio europeo en construcción permanente. Es decir, en todos los casos, la norma se ha adaptado a la realidad democrática y voluntad de los europeos y no ésta al determinismo europeo.

Sin embargo, la realidad es otra. A cualquier observador medianamente interesado en lo que sucede a su alrededor llama la atención el rápido proceso por el que muchos de estos Estados ya mencionados, han accedido a su nuevo estatus polí­tico, proclamando su independencia y, en tiempo récord, han pasado a integrarse en la Unión Europea como miembros de pleno derecho, bajo fórmulas diferenciadas. Un buen ejemplo que nos puede ayudar en este relato es el de la República de Estonia y, con ella, el caso Báltico que tras la llamada «Revolución cantada» permitió la declaración unilateral de Independencia de Lituania, Letonia y la propia Estonia celebrando, en estos dí­as, su feliz aniversario de una todaví­a reciente nueva Declaración de Independencia. Independencias y soberaní­as respecto de la todo poderosa Unión Soviética, accediendo no solamente a un nuevo régimen democrático, sino a terminar con largos perí­odos de ocupación, con el nada baladí­ hecho de la composición de su población con elevados porcentajes de rusos.

En un breve trabajo de Rein Jí¤rlik, impulsado desde el Club de Agosto 20 (Grupo de análisis y diseño de polí­ticas en el proceso de restauración de un estado soberano en Estonia), resumen recopilatorio de dos de sus publicaciones previas («Agosto 20 de 1991″ y «Con el derecho a la libertad»), documento influyente en la Declaración de Independencia de Estonia y publicado por el Parlamento de la República, «We carried out the People’s will» («Hemos hecho posible la voluntad del pueblo»), encontramos una simplificada Hoja de Ruta que describe los más de 600 acuerdos del Parlamento  estonio, en dos años, para dotarse de «las estructuras de Estado y declaraciones y compromisos polí­ticos» que les llevaron a la Independencia con el voto final de 69 de los 105 parlamentarios y el apoyo masivo popular cuyo respaldo en referéndum, a posteriori, fijó el estado actual de las cosas. Una hoja de ruta, diferente para cada caso, como no puede ser de otra manera, pero que comparte un buen número de elementos comunes: un malestar con el estado de las cosas y la necesidad de buscar nuevos caminos; un compromiso impecablemente democrático ante una oposición unilateral y permanente del Estado «central» dominante con todo un largo proceso de recursos, sentencias, anulaciones, sanciones, de todo tipo, con todo el aparato del Estado (incluidos sus servicios exteriores, militares, judiciales y de inteligencia), volcado en el NO a un camino distinto, con el apoyo masivo de la población no independentista; una intensa y agresiva actitud de los poderes económicos y mediáticos dominantes a favor del mantenimiento de las cosas y advertencias y recurso al miedo ante el nuevo «horizonte desconocido», y una Comunidad Internacional expectante a la espera de resultados finales sobre los que posicionarse. Una serie de elementos percibibles en todos los casos sobre la base de poblaciones hartas de una dominación real o sentida, una identidad y orgullo de pueblo y, sobre todo, un sueño de futuro. Como resulta evidente, el proceso no se inicia, de golpe, el 20 de agosto de 1991 con la resolución parlamentaria declarando la independencia, sino que es consecuencia de una sucesión de hechos que, historia aparte, se desencadena, de forma más o menos silenciosa, a partir de la Declaración de soberaní­a o autodeterminación de 1988. Proceso en el que el Parlamento juega un rol esencial junto con los partidos polí­ticos pro independencia, y la sociedad civil, más o menos movilizada desde iniciativas como la del Club 20 de Agosto que impulsa documentos, movimientos, acciones facilitadoras de un espacio y clima de cambio radical en la polí­tica previa hacia una nueva República. Es de destacar que, como en otros casos, es desde las propias entrañas de las Instituciones preexistentes (en este caso el Soviet Supremo de Estonia) desde el que se inicia una transformación y transición democrática. Intensas conversaciones y negociaciones con un Gorbachov y su Perestroika que no da lugar a un acuerdo satisfactorio pero que, paradójicamente,  su derrocamiento (interno) en la URSS, lleva a los parlamentarios de Estonia a entender que el estatus quo no da más de sí­ y que si quieren construir un futuro diferente, han de romper las estructuras dominantes. Como en los casos paralelos (o convergentes) en las otras dos Repúblicas Bálticas (Lituania y Letonia), la sociedad sale a la calle, apoya el movimiento de forma mayoritaria y logra «convencer» a los militares de la inevitabilidad del cambio, evitando la masacre esperable en función de actitudes del pasado. Horas más tarde, Islandia inicia el goteo de reconocimientos y apoyos desde la Comunidad Internacional. Destaca, en esta misma lí­nea, la placa que en la vecina Vilnius (Lituania), recoge el mensaje del entonces presidente de los Estados Unidos de América, George Bush: «Advierto al mundo que los enemigos de Lituania lo serán de los Estados Unidos de América». A partir de allí­, años de reformas, ingreso en la Unión Europea, adopción del Euro y un nuevo camino hacia un futuro deseado.

Una vez más, estamos obligados a insistir en que no existen dos casos iguales. Sin embargo, este tipo de referencias nos sirven para entender que el mapa geopolí­tico es cambiante, que las naciones tienen derecho a organizarse en diferentes modelos de Estado y que es y debe ser, la voluntad de los pueblos, la que defina el modelo y sistema a seguir, recomponiendo, desde su libre decisión, las relaciones con terceros. Más allá de la historia que tiene un enorme peso en el resultado final, tanto la identidad y diferenciación de las Comunidades, es su voluntad de apropiarse de su propio futuro y de dotarse de las estructuras e instrumentos de Estado y gobernanza, lo que hace posible (e inevitable) el nuevo rumbo de cada uno.

En estos dí­as, mucho más cerca de nosotros, asistiremos a una nueva conmemoración de la Diada en Catalunya y, algo más tarde, el dí­a 27 de Septiembre, a unas elecciones cuyos convocantes subtitulan como «plebiscitarias» ante el impedimento de una convocatoria de referéndum oficial. Catalunya, como Estonia, no improvisa un proceso. Son años trabajando en una determinada dirección, intentando superar las dificultades continuas a las que se enfrenta. Ya sus programas electorales de los últimos años anunciaban su «apuesta por dotarse de estructuras de Estado», su voluntad de encontrar un camino propio dentro de una nueva Europa, de avanzar en un acuerdo y diálogo democrático que les permita decidir su destino, ni contra nadie ni aislados del mundo contemporáneo. En esta lí­nea, los próximos pasos serán decisivos en los ritmos y plazos para ese nuevo espacio. Y, sin duda, hoy o mañana, los polí­ticos y responsables Institucionales terminarán afirmando que «han posibilitado el logro de la voluntad de su pueblo».

Lejos de debates mediáticos sobre si una hipotética orientación del derecho a decidir deje a varios millones de catalanes europeos fuera de Europa, si han de permanecer en el limbo a la espera de una nueva solicitud de ingreso en la Unión y si habrán o no de salir de la eurozona de la noche a la mañana, convendrí­a poner el acento en el desarrollo democrático del proceso, en la manifestación y ejercicio de una voluntad de futuro y, en su momento, en los procesos negociados de generación de los nuevos Estados resultantes ex novo. La historia y el comportamiento de la propia Unión y sus Miembros nos dan muchas pistas sobre las múltiples maneras de construir el o los nuevos espacios europeos. Un proceso imparable. Serán, en cada momento, los diferentes pueblos quienes manifiestan su voluntad democrática y elijan sus modelos de organización y gobernanza.