Sociedad digital, talento y empleo más allá de las responsabilidades de los Gobiernos

(Artí­culo publicado el 7 de Enero)

Singapur, Nueva Zelanda, Emiratos írabes Unidos y en un escalón muy próximo, Reino Unido, Estonia e Israel lideran el índice Global de Evolución y Logro en la Sociedad Digital (Digital Evolution Index). Valor hacia el que, al parecer, todo paí­s ha de aspirar como garantí­a de éxito y servicio a sus ciudadanos y en un momento en el que no hay gobierno, empresa o ciudadano que no trabaje (o diga hacerlo) en una estrategia, bien para la digitalización de su economí­a, su capacitación y/o aplicación generalizada a sus actividades de hoy y de mañana.

Sin embargo, siendo relevante aparecer bien situados en esta foto, cabe preguntarse no solamente lo qué significa la Sociedad Digital para los ciudadanos y sus paí­ses, qué mide en realidad este í­ndice (y otros muchos más allá de una referencia estadí­stica) sino, sobre todo, cuál es la base esencial sobre la que un paí­s, sus gobiernos, agentes, instituciones y personas hemos de construir nuestro futuro.

Revisando uno de los artí­culos más leí­dos en el año 2017 de entre los publicados de la mano del World Economic Forum en el marco de sus trabajos en el proceso de «trasformación del mundo superando los desafí­os globales», Anne-Marie Slaughter, presidenta ejecutiva de New America (movimiento civil para la mejora y «reinvención» de Estados Unidos y sus gobiernos), se preguntaba acerca de la justificación de la existencia de los gobiernos para simplificar su respuesta en tres grandes responsabilidades: proteger a sus ciudadanos, proveerles de aquellos bienes y servicios públicos necesarios e invertir en aquello a lo que no accederí­an los ciudadanos por sí­ solos. Así­, partiendo del viejo y simple argumento, como proteger contra la violencia que supone afrontar y mitigar todo riesgo de inseguridad (sea por ataque de terceros, ausencia o mal uso de la ley, fragilidad ante el «desgobierno», caos en diferentes modalidades, la economí­a ilegal, negra o corrupta, la ausencia de controles democráticos), sugerí­a repensar el rol protector y juzgarlo ante el contexto mundial observable, así­ como los instrumentos utilizados por los propios gobiernos para ejercitar dicha protección y juzgarlos desde un punto de vista democrático, justo, equitativo y absolutamente respetuoso de los derechos humanos a cuyo servicio ha de supeditarse tan ansiada protección.

Protector y proveedor parecerí­an retroalimentarse, según su argumentación, si bien el lí­mite de dicha provisión lo sitúa en aquellos bienes y servicios a los que no se puede acceder de forma individual, lo que, más allá de la acción colectiva o cooperativa, de la aplicación extrema del principio de subsidiaridad, o de las infraestructuras para todo tipo de conectividad y soporte del desarrollo endógeno, supondrí­a entrar en todo el espacio del estado social de bienestar, con demandas (y necesidades) crecientes en el ámbito de la provisión y protección social, de equidad, la inclusión, cohesión y la garantí­a de acceso a todo tipo de oportunidades en la máxima igualdad posible. Y es esta nueva interpretación de su doble papel protector y proveedor lo que le obliga a transitar hacia una tercera responsabilidad, el espacio y rol inversor. Los gobiernos se justificarí­an, también, por su visión inversora que ha de cimentarse en una desarrollada cultura emprendedora (innovación, compromiso, riesgo, continuidad y soluciones a las necesidades y demandas a futuro). Para ello, este último apartado supone dotar a los ciudadanos, paí­s a paí­s, región a región, ciudad a ciudad, de plataformas en las que las personas dispongan de aquellos elementos que permiten el desarrollo pleno de sus capacidades para el logro de sus fines, lo que les llevarí­a, en el tiempo, a requerir «menor gobierno» o como me permito sugerir «diferentes gobiernos» probadores, proveedores e inversores en menos necesidades y demandas cambiantes (deseos y voluntades) a lo largo del tiempo.

Es precisamente este último papel a jugar el que, sin abandonar ni menospreciar los anteriores, ofrece todo un mundo novedoso tanto de interrogantes, como de ilusión creativa en la potencial revitalización de los gobiernos, de los modelos socio-polí­ticos que impulsan o dirigen, de las nuevas instituciones y herramientas por diseñar e implementar y, por supuesto, del nuevo rol que junto a los diferentes niveles de gobierno, habrí­an de jugar el resto de los agentes económicos, polí­ticos, sociales, además de las personas, una a una.

De esta forma, la primera cuestión a incorporar con claridad en estas responsabilidades pasa por dar por bueno el servicio regulatorio y administrativo de todo gobierno, si bien la mayor exigencia diferenciada radicarí­a en su capacidad y voluntad (y, por supuesto, resultados), en su rol emprendedor, creativo, innovador e inversor, lo que supone apuestas, asumir riesgos, proposiciones únicas de valor diferentes a las de sus «gobiernos/paí­ses competidores» anticipándose a las tendencias y «decisiones del mercado», adecuando y alineando recursos a estrategias propias para futuros deseados y no de mantenimiento del estatus quo. Es decir, si cualquier aproximación al mundo que nos viene concluye con llamamientos a la empresa y a la sociedad a prepararse para afrontar el impacto que innovación, tecnologí­a, digitalización, emprendimiento y revolución 4.0, así­ como movilidad, flexibilidad, internacionalización, etc. como herramientas imprescindibles para ganar el futuro, no parece razonable que no se apliquen, de manera exigente, a los gobiernos, a sus administraciones y función pública, jugadores y agentes representativos e institucionales y, por supuesto, a sus propias estructuras y aparatos de Estado.

Es precisamente en este triángulo Polí­tica-Economí­a-Sociedad en el que las diferentes responsabilidades de unos y otros se funden en una interdependencia multidireccional que posibilite generar, potencias y facilitar plataformas favorecedoras del talento necesario para provocar los cambios y transformaciones indispensables por transitar hacia las Sociedades Digitales (por definir, mucho más allá de la tecnologí­a).

Hoy, como en todo momento de nuestra historia en la que aparece una tecnologí­a, conocimiento o hecho disruptivo, resultan inevitables «trade offs» o intercambios positivos y negativos, «ganadores y perdedores» que, por la dureza de sus consecuencias, en la actualidad, se traducen en el debate del empleo/puesto de trabajo asociado o cuestionando a y por nuevas tecnologí­as y mano de obra, automatización, robótica, inteligencia artificial… versus humanización y ocupación. La tendencia, difí­cil de medir y concretar, apunta a un resultado positivo y beneficioso en el largo plazo (cuando esto sea…) acompañado de efectos negativos inmediatos fruto de una más que supuesta sustitución de tareas rutinarias, penosas, de «escasa cualificación», automatizables por definición, generadoras de valor (por definir) e impulsoras de nuevos y mejores cambios en el cí­rculo virtuoso de la innovación y mejora en la calidad de vida de las sociedades a las que deben servir los gobiernos, también ya mencionados. Resolver esta paradoja del beneficio disruptivo es papel asignado al talento que hemos de saber potenciar, cuidar y desarrollar en nuestras sociedades. En esta lí­nea, la autora de la obra «El negocio de la empatí­a» (Belinda Palmer), firme defensora de la fortaleza de «nuestra humanidad» ante la carrera innovadora-tecnológica, advierte sobre las carencias de nuestros sistemas educativos necesitados, en su opinión, de una adecuada combinación de alfabetización y dominio tecnológico con la inteligencia emocional y la necesidad de introducir «innovación real» en el contenido educativo de nuestra sociedad. Educación y valores, de compleja concreción, pero sobre los que no se puede pasar de puntillas, con costosas ausencias de debate real y soluciones incompletas o confortables desde el dejar estar.

Hace unos dí­as, asistí­amos a una más de las muchas jornadas de huelga anunciadas en el mundo educativo en Euskadi (similar al de la inmensa mayorí­a de las reclamaciones a lo largo del mundo y, en especial, en nuestro entorno) y llama la atención que las protestas y razones de la movilización se referí­an, en exclusiva, a las condiciones materiales de los agentes y estructura del sistema y salvo ratios de número de alumnos por aula o número de horas lectivas, nula apelación a contenidos curriculares, exigencia académica y formativa del profesorado, demanda de su actualización y puesta al dí­a en aquellas «nuevas capacidades y competencias» que el talento y empatí­a que queremos para el futuro, tanto en los enseñantes, como en los métodos y modelos, servicios, infraestructura, gestión y gobernanza necesarios para un nuevo espacio de futuro. Oí­mos con frecuencia, a lo largo del mundo, el reclamo por contenidos que sustituyan a aquellos del pasado que nos han sido de gran valor para llegar hasta aquí­, pero que no creemos sean los que han de llevarnos a nuevos estadios. Como ejemplo, el British National Curriculum (recordemos que lo hemos señalado como uno de los paí­ses a la cabeza del índice Global para la Sociedad Digital), exige superar la formación basada en la lectura, escritura y aritmética por nuevas capacidades que califica en un Decálogo Obligatorio (Solución de problemas complejos, pensamiento crí­tico, creatividad, gestión de personas, interacción y coordinación con terceros, inteligencia emocional, juicio y toma de decisiones, orientación al servicio a los demás, negociación y flexibilidad cognitiva).

Obviamente, ni dicho decálogo tienen por qué ser la panacea, ni es cuestión de copiarlo. Sin embargo, parecerí­a razonable repensar el conjunto.

Y si los gobiernos tienen una serie de responsabilidades como las descritas, no podemos olvidar que el resto también somos parte de su logro o fracaso. Con Slaughter, comentaba el rol proveedor e inversor de TALENTO y CAPITAL HUMANO, esenciales en un futuro deseado y demandado por la sociedad, en un momento en el que la desigualdad y las fracturas existentes cobran protagonismo. Recibí­amos el año con un interesante artí­culo de Minouche Shafik, director de la London School of Economics and Political Science en el que, precisamente, apuntaba al efecto e impacto dual de la tecnologí­a en la transformación del estado social de bienestar y el empleo/igualdad/desigualdad previsibles. Shafik avanza una ya reiterada lí­nea de acción a considerar: generar nuevos contratos sociales que asuman los problemas apuntados, ajustando la automatización a polí­ticas positivas de empleo (con óptica local y real, medible), asociar la esperanza de vida a la edad laboral y de jubilación, establecer sistemas de flexi-seguridad, reordenar y formalizar empleo-trabajo parcial, temporal, con sistemas de formación permanente a lo largo de la vida, invirtiendo en salud y educación, pero no guiados por la cantidad o el PIB, sino por el contenido, calidad y valor (de la educación y de la salud) y llevar al debate social el nosotros en lugar del ellos. Construir el talento, la provisión y protección innovadoras que esperamos de los gobiernos es para y desde todos.

Esta propuesta, o el decálogo antes mencionado, o cualquier responsabilidad atribuible al gobierno o a terceros, tiene un alto coste. No lo pueden ni deben pagar o asumir algunos. Como ciudadanos estamos legitimados para exigir responsabilidades, pero, a la vez, obligados a cumplir con las nuestras y a ejercer nuestro juicio crí­tico respecto a las diferentes demandas y acciones de unos y otros.

Esto va de tecnologí­a, sí­, pero, sobre todo, de educación, de digitalizar la economí­a, de riqueza y bienestar social. Repensemos y ejercitemos la búsqueda, creación y retención del talento mencionado. Será la forma de ganar el futuro desde las cambiantes responsabilidades de cada momento y de cada agente.