La ridí­cula pérdida de los papeles, a la búsqueda de papeletas

(Artí­culo publicado el 1 de Octubre)

El pasado 11 de diciembre, una marea pací­fica y entusiasta de ciudadanos catalanes volvió a decir Sí a su derecho a decidir y a elegir un determinado modelo de relación, de autogobierno y de organización de su administración polí­tica y pública. En esta ocasión, como viene haciendo año tras año, reclamando el diálogo necesario para acordar una nueva y deseada confortabilidad en el espacio polí­tico-administrativo en el que haya de desarrollar su futuro.

En 2006, Cataluña también dijo sí­, con referéndum preceptivo, a un nuevo Estatuto de Autonomí­a aprobado mayoritariamente por su Parlamento, atendiendo al procedimiento constitucional establecido. Sin embargo, tras cuatro años de recursos y recortes, el mismo Tribunal Constitucional y partidos polí­ticos que esgrimen las bondades y purezas del «Punto de encuentro de todos», se encargaron de «cepillar» el Estatuto para dejarlo en el actual Estatuto vigente. Un Estatuto para Cataluña que no quieren los catalanes.

Y con este marco normativo-polí­tico, a la espera de los próximos acontecimientos con la doble cita álgida de hoy (Referendum 1-O y su consecuente proclamación o no de la Independencia y devenir de acciones en cadena), se han venido sucediendo las acciones de los aparatos del Estado para impedir una consulta, recuperar -como viene siendo habitual desde el momento cero de la llamada transición- de forma unilateral las competencias y poderes otorgados a Catalunya en sus distintos Estatutos, posicionamientos mediáticos, mayoritariamente «unionistas», en la carrera para el logro de sus objetivos, dirigiendo la Fiscalí­a, Policí­a y guardia civil, jueces amigos, etc., bajo el amparo de sus tribunales de Justicia y Constitucional o de Cuentas con actuaciones sumarí­simas y sentencias prediseñadas con carácter previo a la evidencia, prueba, derecho a la defensa, sabedores de que su propio control de procesos, tiempos y decisiones, de producirse, no llegarán hasta muchos años más tarde cuando no solamente no haya habido referendum este domingo, sino que hayan desaparecido del mapa polí­tico los incómodos jugadores que no mantienen el adecuado alineamiento con sus deseos e intenciones. Atrás está la palabra solemne y rotunda (teatral a la luz de los acontecimientos) de un Mariano Rajoy en 2006 como jefe de la oposición en el Congreso de los Diputados reclamando, al entonces Presidente Rodrí­guez Zapatero, «el ejercicio democrático de la consulta, exigiéndole la celebración de un Referendum demandado por el pueblo catalán, destacando su llamamiento a la responsabilidad de Estado, exigiendo alejarse de regí­menes populistas y la necesidad de demostrar la existencia de democracia en España». Por lo visto, el presidente califica el actual estatus propio de una democracia orgánica, de baja calidad e intensidad y que actúa de espaldas al pueblo.     Tras la Diada, lejos de propiciar medidas de diálogo, se han apresurado a impedir cualquier iniciativa o pensamiento pro-consulta con la amenaza de llenar las cárceles con al menos mil presos polí­ticos inhabilitados en una intervención nunca vista en la democracia europea de postguerra, deteniendo a los alcaldes que mostraban su voluntad de facilitar la celebración de la consulta. Más tarde, el desembarco de la Guardia Civil, la sustracción de competencias y responsabilidades al mando de la seguridad y la imposición de «Zares» o «Virreyes» en colonias de la Metrópoli, suponen un camino sin retorno (por cierto, ante la pasividad del jefe del Estado).

Y siendo lo anterior de extraordinaria gravedad, es en este contexto en el que merece la pena llamar la atención sobre otro aspecto relevante, que parece aceptarse con normalidad o con relativa «justificación» y consideración como «medida proporcionada» con el silencio cómplice de múltiples actores y de la oposición de apoyo PSOE-Ciudadanos y que va mucho más allá del 1 de octubre y de la consulta.

Se trata de la irrupción arbitraria e ilegal del gobierno español en el mundo económico-financiero y empresarial en un claro chantaje atemorizador que pretende, una vez más, saltar de la polí­tica al barro, sacando ventaja puntual de su posición dominante. Así­, desde la Vicepresidencia del Gobierno, desde sus reprobados Ministerios (Hacienda, Justicia e Interior), iniciaron una cruzada dirigiéndose a empresas de servicios profesionales y tecnologí­as de la información para «advertirles» que no podí­an realizar dictamen, informe o proyecto alguno para las Administraciones Catalanas con la excusa de que «todo ello irí­a encaminado a la secesión», por lo que serí­an presa de la ley y, sobre todo, de la marginación del gobierno (y sus Comunidades Autónomas controladas) en relaciones y contrataciones futuras.

Así­, el mismo dí­a en que se celebraba la Diada, el diario económico Expansión publicaba, en una sección de coyuntura, «El Desafí­o Secesionista», lo que ya era sobradamente conocido en el ámbito empresarial: «el Ministerio de Hacienda exige a las empresas tecnológicas y de consultorí­a y servicios profesionales toda información de los últimos ocho meses, sobre contactos, proyectos, trabajos y contratos relacionados con las Administraciones Públicas Catalanas, su sector público empresarial y entidades colaboradoras». Acompañaba la noticia con afirmaciones del Ministerio («se trata de evitar desví­os de Fondos Públicos hacia la creación de infraestructura tecnológica propia y autosuficiente al servicio del Procés»). No hay constancia alguna, sin embargo, de que hayan hecho algo similar con otras Administraciones Públicas (incluida la propia Administración General del Estado) al amparo, supuesto, de la normativa oficial en materia de estabilidad y sostenibilidad financiera. Así­, si con simplemente acudir al portal público www.adjudicacionestic.com, verí­an cómo tan solo en los últimos cinco meses se han adjudicado más de 500 proyectos en el ámbito de las tecnologí­as de la Información, destacando la Xunta de Galicia y diferentes Comunidades Autónomas dirigidas por militantes del PP y PSOE, con la nada sorprendente relevancia de la adjudicación, en más de un 70% de lo contratado a las empresas Telefónica e Indra, nada sospechosas de su implicación con los gobiernos y partidos «constitucionalistas». No se trata de información, sino de presión y miedo.

Convendrí­a recordar un par de cuestiones clave: 1) el rol de los Gobiernos y sus competencias y funciones y 2) la importancia de las TICs y, con ellas, las tecnologí­as y proyectos asociados con la gestión, modernización, transformación de la economí­a y tantas actividades esenciales al servicio del bienestar de los ciudadanos.

Precisamente en estos dí­as, con la publicación del índice Global de Capital Humano (W.E.F.-Foro Económico Mundial), comprobamos cómo España se sitúa a la cola de Europa, en una posición 66 del ranking global analizado, no solo con una diferente capacidad o stock de formación y capacidades base, sino con peores expectativas de desarrollo y Know How a futuro, entre otras cosas, gracias a graves insuficiencias en capacidades y competencias propias de una transformación productiva, digitalización de la economí­a, economí­a del conocimiento y adecuación empleo-formación. Máxime cuando el Capital Humano resulta crí­tico, no solamente para la institucionalización, normalización y gobernanza y democratización de las sociedades y, en consecuencia, la mejora permanente en los niveles de bienestar. Resulta evidente, la importancia de la inversión, también, de manera especial, en tecnologí­a (en gran medida en las TICs básicas y facilitadoras o aceleradoras de la transformación). Pero, además, la gravedad de esta intromisión gubernativa de mala fe, es conveniente recordar que la financiación autonómica en España está debidamente regulada (Constitución, Estatutos, leyes orgánicas…) tanto para las Comunidades sujetas al Régimen Común (Cataluña incluida), como al Régimen Foral y las situaciones especiales de Canarias (región europea ultra periférica) y Ceuta y Melilla (con fiscalidad indirecta por su singular regulación estatutaria). Todos ellos protegidos por principios de autonomí­a financiera extendibles al resto de recursos que éstas entidades disponen más allá de la «financiación estatal».

Por si esto no fuera suficiente, merece la pena insistir en que Cataluña (mientas no se implemente, en su caso, su independencia) tiene en vigor su Estatuto de Autonomí­a (por muy recortado y no deseado que sea) en el que se recoge, como no cabrí­a esperar otra cosa, sus competencias. Así­ en su tí­tulo VI «de la financiación de la Generalitat», su artí­culo 202.2 establece cómo «la Generalitat dispone de plena autonomí­a de gasto para poder aplicar sus recursos de acuerdo con las directrices polí­ticas y sociales determinadas por sus Instituciones de autogobierno». Por no añadir la amplia definición de sus recursos, de su propia Hacienda (no para después del 1 de octubre y su desconexión, sino ahora), sus competencias financieras; mecanismos de gestión y control, así­ como la Comisión Mixta de Asuntos Económicos y Fiscales Estado-Generalitat que canaliza toda relación entre las Administraciones.

Pero, al margen de normas, cabe preguntarse cuál es el papel de un gobierno. ¿No es exigible a cualquier gobierno del ámbito territorial que sea, se ocupe de la mejor administración de servicios y recursos al servicio del bienestar de sus ciudadanos? ¿No debe preocuparse en mejorar su gestión? ¿No ha de explotar su capacidad de fomento y apoyo al mejor desarrollo económico y social de sus ciudadanos? ¿No parece razonable la mejora permanente de las plataformas tecnológicas, servicios avanzados, aplicación de las TICs, no solo a las comunicaciones y a la revolución 4.0, o a la sanidad, la educación, la administración de justicia, los transportes y sus infraestructuras, los medios audiovisuales y su propia modernización de la gestión pública? Sin duda, de la misma manera que es exigible a la Administración General del Estado, a la Administración de Justicia, a la Seguridad Social o a cualquier gobierno de Comunidad Autónoma o Ayuntamiento la mejor actuación, eficiencia y gestión de su financiación, deberí­amos saber que la Generalitat de Cataluña puede y debe actuar en esta lí­nea. Y más aún, cumplir con el mandato presupuestario de su Parlamento.

El miedo pretende extenderse más allá de la realidad y la lógica (también empresarial). En estos últimos dí­as conocemos las cifras de la inversión extranjera en España. En los años del Procés, Cataluña ha atraí­do 46.000 millones de euros en inversión extranjera directa (Alemania, Francia, Japón, Suiza, Estados Unidos, Reino Unido, Brasil, Portugal, Luxemburgo…). No parecen asustados más allá de la obligada ocupación ante la incertidumbre. De la misma manera que las empresas multinacionales españolas invierten en otros paí­ses entre los que destacan muchos con realidades complejas (guerras, violencia, delincuencia, corrupción, tasas de cambio, monedas débiles y variadas ideologí­as y modalidades de gobiernos…) mitigando riesgos, gestionando contingencias y conviviendo con la normalidad de la complejidad. Cataluña cierra 2016 con la mejor cifra de inversión extranjera de sus últimos 16 años (5.000 millones de euros), haciendo valer algunos de sus hechos diferenciales como el tejido económico, peso y calidad de su tejido económico, capital humano, apertura exterior y su nada despreciable 21% del PIB del Estado español.

En fin, la actuación del gobierno español, en este caso, no solamente se traduce en un «pleito competencial», «una tutela auto concedida» o una intromisión prepotente y anti democrática, sino, también, un chantaje y presión inadmisible al mundo profesional, empresarial y ciudadano.

Hoy, con la excusa del Procés y la búsqueda de urnas, documentos y papeletas, así­ como proyectos alternativos para dotarse de un Estado más eficiente (que deberí­a incluir con toda normalidad el diseño de nuevas «estructuras e instrumentos»), pone de manifiesto su fiebre centralizadora creyéndose el mando absoluto de un Estado que les guste o no, dejó de ser único e indivisible a partir de la transición post franquista que sus antecesores no apoyaron y hoy pretende convertir en el mantra único del encuentro entre diferentes realidades y, sobre todo, diferentes aspiraciones de futuro.

Hoy es por las urnas del 1 de octubre, mañana será por su decisión e imposición unilateral. Creen haber ganado. Más bien, todo parece indicar que el movimiento en marcha no tiene vuelta atrás. Merecerí­a focalizar las energí­as en la búsqueda valiente de nuevos modelos de relación y pensar en un futurible mapa y no en un esquema del pasado. El 1 de octubre no es, en ningún caso, un punto final. Un larguí­simo camino nos espera y no solo en Catalunya. Recorrerlo desde la ilegitimidad y nula credibilidad resultará tortuoso. Las malas artes se han puesto sobre la mesa y, definitivamente, se han perdido los papeles a cambio de unas papeletas. Papeletas que, sin embargo, tarde o temprano, volverán a las mesas, garantizando el ejercicio pací­fico y democrático del derecho a elegir un futuro propio.